Cuentos folcloricos chilenos
El Preceptor Bizco
José Santos González Vera
En la escuela fue donde conocí, por primera vez, el aspecto brutal de la vida.
La escuela parroquias funcionaba en una feísima y vieja casa, compuesta de grandes salas yertas. El patio, aunque extenso, por estar encerrado entre altos muros, era más frío y extraño que las salas. Además estaba como aplastado por la sombra de la iglesia contigua. La fisonomía de ese patio estará siempre fija en mi memoria.
De entonces sólo conservo recuerdos de imágenes. Tal vez nos enseñaban alguna cosa... Era el profesor un sujeto rubio, bizco, de pequeña estatura, gélido completamente. Pisaba con la punta de sus pies y gritaba sin cesar. No sonreía ni por broma. ¡Qué excelente carcelero hubiera sido!
Apenas la campana sonaba, el torturador aparecía a en el patio frotándose las manos. Nos formábamos apresuradamente y nos íbamos a la sala temblando por lo que podía suceder.
Le odiábamos con entusiasmo y ejercitábamos nuestros espíritus en desearle las más abominables desgracias; pero el bárbaro estaba siempre en pie, sonrosado, elástico, con una salud desafiante.
Reinaba en la sala silencio lúgubre... Nos mirábamos con mirada piadosa y después estáticos y con el corazón convulso, esperábamos el temido minuto.
El bizco se alisaba su cabellera roja y miraba con detenimiento. Luego comenzaba a tomar la lección con la cabeza inclinada sobre su cuaderno de notas. Solía toser algo; pero nunca tanto como para que se le comprometiesen los pulmones.
Desventurado era el chiquillo que no había resuelto su tarea. El bizco sin poner mala cara, pero sin oir tampoco ninguna disculpa, le ordenaba colocarse frente al pizarrón, empezaba a modular todos los tonos del sollozo. Y nosotros nos sentíamos embargados por la más intolerable de las angustias.
Nuestro torturador abría su escritorio y buscaba. Revolvía los papeles con el abandono del que se encuentra solo; pero cuando hallaba al guante, en su rostro se proyectaba una sombra de agrado.
El penitente, mientras duraba la búsqueda, gemía con cierto método. Cuando el tono decrecía y parecía extinguirse, era seguro que en su alma crecía la esperanza de salvarse.
Desde nuestros bancos podíamos seguir con precisión absoluta los movimientos del profesor. Nuestra unidad psicológica era maravillosa. Si sus ademanes eran medidos, el gemido de la víctima oscilaba en la nota menor y el ritmo de nuestros corazones se normalizaba. Pero, si la mano se estiraba con vehemencia hasta el fondo del cajón, el gemido dilataba el pecho del colegial y ganaba espacio sin respeto a ninguna nota intermedia, y nosotros dejábamos de respirar.
Para el bizco era motivo de bochorno, después del precipitado adelantamiento de sus dedos, no dar con el instrumento. Es cierto que terminaba por imponerse, pero el titubeo le contrariaba.
No sé si por distracción o espíritu de farsa exclamaba en voz alta:
-En fin... el guante ha desaparecido.
Y quedaba pensativo.
El alumno imploraba a su vez:
-Señor.. Perdóneme... le juro que...
Regresaba el bizco de su abstracción dándose con la punta de los dedos en la frente:
-¡Ah... pero si ayer lo guardé en el otro cajón!
Cuando se acercaba con el guante, el discípulo chillaba, cerraba los ojos, se retorcía. Daba gritos que herían las entrañas. Ocultaba sus manos en la espalda, se hincaba, pedía perdón, se entregaba a todas las manifestaciones de la impotencia. Por desgracia, inútilmente. El bizco, inmutable y frío, le ordenaba presentar la mano abierta.
Y el guante se alzaba y golpeaba...
Los gritos vibraban en los vidrios, repercutían en los muros del patio y se iban muriendo por las calles desiertas.
O'n panta
Dos accidentes imprevistos, que el azar juntó en un mismo día, me hicieron conocer a don Pantaleón Letelier, a On Panta, como lo oí llamar con sorna campechana a criados y amigos, en el rincón de montaña donde vivía. Nunca he deplorado tales accidentes; al contrario, desde el fondo brumoso del recuerdo llega hasta mí como un rumor de agradecida complacencia. Agradecido, en primer término, a la vaca de ancas puntiagudas que, la cola en arco, corrió despavorida delante de la locomotora, al llegar a la estación de Huinganes, donde debíamos bajarnos; pero su fuga heroica sobre la dispareja geometría de los durmientes no tuvo la recompensa que merecía. La trompa de la pequeña máquina del ramal, a pesar de la habilidad del maquinista, le tronchó las patas traseras, y nosotros presenciamos la agonía de la vaca de los cerros, rodeados de un corro de huasos barbudos que hacían toda clase de esfuerzos por adivinar el jeroglífico de la marca, estampada en el cuadril izquierdo del animal. Y agradecido, después, a los caballos que debían esperarnos en la margen opuesta del Maule y que, atraídos por la nostalgia de la serranía, saltaron los cercos de ramas de un potrero ribereño, y seguramente emprendieron la marcha hacia la querencia lejana.
Sentados en la arena, después de atravesar la hinchada corriente del Maule en una vieja lancha plana, nos miramos perplejos mi amigo y yo. Lo acompañaba a unas tierras que poseía en el corazón mismo de los cerros. Lo encontré en el puerto, poco antes de internarse en la sierra, donde iba a comenzar la cava de los viñedos.
Hacía dos años que no visitaba los cerros costeños, recorridos quebrada a quebrada y cumbre a cumbre en mi niñez y en mi juventud. Deseaba verlos una vez más. Irresistible seducción han tenido para mí las ásperas lomas y los risueños cañadones. Nunca he podido explicarme el bravío embrujo de esos boldos de verde obscura coraza que roza el vuelo de diucas y zorzales y, más que todo, la paz azul de ese cielo, posado, sin embargo, sobre dentados perfiles de cerros y lomas desoladas.
En los días estivales, detrás de los montes, enormes nubes blancas duermen la siesta, ahítas de sol, y en los inviernos, el viento del norte aúlla sobre los cerros, arriando los negros nubarrones que vienen del mar.
Finalizaba agosto y ya la leve pelusa del rebrote teñía las fragosas escarpas de las lomas y salpicaba de un polvillo verde claro los gajos grises de los hualles, donde aun persistían los pelotoncitos de carne rosa de los dihueñes invernales.
Un viento helado arrastraba hacia las tierras bajas rumor de torrentes y píos de tencas y zorzales.
Como las cabalgaduras no aparecieron, a pesar de nuestras pesquisas, y como afortunadamente las monturas permanecían en la orilla, arrendamos dos caballejos serranos en los ranchos de la ribera. Llegaron a las once de la mañana, traídos por sus dueños. Eran dos bestezuelas cascudas y de expresión fatigada. Tenían aún su pelaje invernal y el viento erizaba los sueltos mechones como si quisiera arrancarlos de la dura piel. Empezamos inmediatamente el ascenso. No salían los caballos de su tardo pasitrote. Subiendo o bajando, era lo mismo.
Mi paisaje maulino no había cambiado gran cosa. Me resultaba más pobre, si cabe, idealizado por la lejanía y el recuerdo. Las mismas jorobas gredosas donde sólo los romerillos entierran sus raíces pertinaces; las mismas quebradas que cubren obscuros boldos y claros maitenes, junto a un hilillo de agua. Y los mismos ranchos que parecen brotados de la tierra gris como los árboles y las hierbas, en tal forma se han coloreado con el matiz de la piedra y del terreno. Verdad es que el adobe de esos muros tiene la greda del estero, y de ella, también, la teja requemada que forma su techumbre; pero, de improviso, mi corazón estalla de jubilosa sorpresa. A la vuelta de una escarpa, sobre la yerba recién brotada, se recorta la copa de nieve de un peral en flor. Tan blanco es, tan puro en su nívea transparencia, que se dijera el vellón de una nube primaveral enredado en la araña gris de su ramazón.
Llegamos a la cima al mediodía, acuchillados por el viento. La hosca serranía abríase hacia adelante en un valle aterciopelado de claros verdores de huertas. Un riachuelo plateado partía la hoyada con un tajo recto. Descendimos rápidamente el declive. El camino caracoleaba como otra corriente, a la margen del riachuelo. Volvimos a ascender a otro cerro más alto. Una vieja casa maulina de largos corredores se dibujé a la orilla de un viñedo.
Mi amigo detuvo el caballo:
-Le vamos a pedir almuerzo a On Panta, porque a Peñalquen no llegaremos ni a las ocho de la noche.
Y, decidido, enderezó el caballo por un sendero cuyo término éra una rústica tranquera de tramos paralelos. Sin bajarse, mi amigo corrió los tramos y nos acercamos a la casa.
Poco antes de llegar, le pregunté:
-¿Y quién es este On Panta que yo no recuerdo?
Me miró picarescamente a los ojos.
-Es un cazador de leones -dijo.
-¿Un cazador de leones?
-Sí, a eso se dedica. Gasta todo lo que le produce la viña, que fue muy buena, en alimentar una jauría que luego vamos a ver.
Como aún no estoy convencido, mi amigo ríe alborozado. En realidad, no le creo, porque lo conozco bien.
Ha tomado la vida, y sobre todo ésta de los cerros, en forma ligera y campechana. Para él sus vecinos son actores que representan una grotesca comedia de astucia, cuyas escenas tiene que presenciar por la fuerza de las circunstancias. Si no, estaría perdido. La insidia del serrano al defender su trozo de cerro o apoderarse de lo que encuentra a mano, siempre que no se le oponga resistencia, toma innúmeros matices de astucia y de adaptabilidad. Mi amigo los conoce bien y por eso se ha hecho nombrar subdelegado. Así tiene al campo pleiteante y mezquino, preso en una trampa frágil de papel sellado. Con ellos, es un serrano más, preocupado del precio de los vinos y de las rencillas de los cerros; sin ellos, agiganta sus ridiculeces y se ríe de sus mezquindades y disputas lugareñas.
Vuelve a reír regocijadamente.
-Tal como te digo, es un cazador de leones.
Doblamos el extremo de la casona que da al campo. La muralla está desnivelada, a punto de desplomarse. Milagrosamente la sujetan gruesos maderos de roble sin labrar. Todo el tejado, con su geométrica ringlera de tejas ocrosas, se reclina hacia la tierra estéril. El corredor se extiende, a lo largo de la casa, con la hilera dispareja de sus pilares. Es como el rostro de la casona sin pintar. Las ventanas, a ambos lados de la puerta, son dos pupilas frías, inmóviles, que miran torvamente hacia la viña, hacia el amontonamiento de cerros que oculta el horizonte.
Al darse cuenta de nuestra presencia, dos o tres perros flacos y lanudos ladraron furiosamente y sus agudos ladridos despertaron otros ladridos. En unos segundos, un desconcertado latir nos rodea. Los mansos caballejos despiertan de su modorra, amusgando las orejas. Impasible, mi amigo sonrie. Yo, asustado, miro en torno mío y amenazo con el rebenque a los quiltros que se aproximan a los estribos de mi cabalgadura; pero una vieja de zuecos ha aparecido en el corredor. Con agria voz amenaza a los perros, sin hacer caso de nosotros. Los ladridos se calman poco a poco. Los perros van a echarse en las cercanías del corredor, donde dormitaban a nuestra llegada, pero persisten sus gruñidos y bostezos. Son gérmenes de ladridos, aullidos que no alcanzan a precisarse, tintinear de cadenas, tarascones y gruñidos rabiosos. Miro interrogativamente a mi amigo. Este se limita a mostrarme un caserón de adobes, la bodega del fundo, según supe después, y tras ella, un corralillo que limita una fila de varillas de hualle como una empalizada. Y dentro, una docena de perros sabuesos, de grandes manchas cafés, que tiran de sus collares, gruñen y aúllan, moviendo sus largas colas nerviosas.
Vuelvo a mirar a mi amigo; éste sonríe misteriosamente. No alcanza a explicarme nada, porque la vieja de zuecos se ha plantado delante de nosotros y nos observa con gesto interrogante.
-¿Está On Panta? -le pregunta.
Largo rato demora la respuesta. Unos ojillos duros nos miran fijamente. Al fin, responde con desgano:
-Pa’entro está.
-Avisele que dos caballeros lo buscan -ordena con entonación enérgica mi amigo.
Yo lo miro con asombro; pero comprendo. Su comedia empieza a desarrollarse en el mundo de los cerros y en contacto con los seres que lo habitan. Ese debe ser el tono de un juez y el de un patrón de las serramas.
La vieja obedece sin chistar. Clac-clac resuenan los zuecos en el corredor enladrillado, y nosotros nos quedamos, de nuevo, solos en el patio, sin desmontarnos, según el requiere la cortesia campesina, hasta que el dueño de casa nos invite.
Sigo observando a esos perros prisioneros del corralillo que meten sus hocicos húmedos entre los palos y aúllan con angustia clamando por su libertad. La idea del cazador de leones y de esos perros encadenados me trae a la memoria las palabras recientes de mi amigo. Termino por preguntarle seriamente:
-¿Entonces hay pumas en estos cerros?
Y seriamente me explica esta vez:
-Yo no he visto nunca ninguno, ni siquiera he oído decir que haya. El viejo jura y perjura que los rastros están en todas las quebradas del contorno, pero como son pocos, los últimos, según él, han aprendido a ocultarse con mucha habilidad. Todas las semanas, a fines del invierno, el viejo sale con sus perros y recorre todo el monte hasta la cima del Peñalquin, y aunque vuelve sin ningún puma, explica que el león se le ha escapado. Una que otra vez trae un zorro. Lo gracioso es que con estos perros no pueden cazarse leones. Pero no da su brazo a torcer. Uno de los perros es descendiente de leoneros. Ese ha de ser el que cazará al león de Peñalquin.
Esperaba, ahora, con impaciencia, la aparición del viejo; pero los minutos pasaban, enhebrados con trinos de pájaros y bostezos de perros. En la viña, un escuadrón de torcidas cepas obscuras que parecfan trepar trabajosamente el declive, charloteaban las tencas como viejas comadres ociosas.
De pronto, mi amigo adelanta su caballo hacia los corredores. Un viejo de baja estatura, pero de recias espaldas, cubiertas con un poncho de vicuña, cuyas haldas casi tocan el suelo, se ha asomado al corredor. Se apoya fuertemente en un tosco bastón campesino.
Mi amigo lo saluda familiarmente.
-Vecino -le dice-, este caballero santiaguino y yo nos hemos convidado a almorzar en La Rinconada.
El viejo se adelanta hasta el borde del corredor. La cara es redonda, de una rojez lustrosa. Unos ojos claros, acuosos, nos miran con curiosidad. Sin que un músculo de su cara redonda se desplace, la voz cascada, casi afónica, murmura:
-Esmóntese, vecino. A su casa no más llega.
Desmontamos. Un mozo se lleva los caballos de la brida. On Panta nos ha invitado a sentarnos en un banco de roble, toscamente fabricado, bajo el corredor.
Mi amigo comienza a hablar de cosechas y de vinos. Yo observo al viejo. Toda su persona tiene ese matiz gastado de las serranías; el de los cerros gredosos, lamidos por las aguas; el de los arbolillos, enraizados en la piedras; el de las casas, llenas de parches y sostenidas por troncos de roble; sin embargo, bajo esa apariencia pobre, una vitalidad latente que se aferra al vivir, que lo resiste todo: la miseria y el tiempo. -
Quise, en un principio, precisar su edad. Fue inútil esfuerzo. Podía tener treinta años como cincuenta. Una obesidad blanducha desvitalizaba su rostro. Parecía detenerlo en una edad indeterminada. Unos pelos rojos en el labio superior. Otros, en las mandíbulas. Incluso ellos habían detenido su crecimiento. Y hasta el sexo. Si alguien lo hubiese visto sentado en el corredor, sin conocerlo, hubiera creído que era una de esas viejas campesinas que usan poncho y sombrero masculino.
El viejo intentaba ser amable. Su voz cansada se atrevió a preguntarnos:
-¿Con qué puedo hacerles cariño, caballeros?
Mi amigo se apresuró a responderle:
-No se moleste, On Panta. Un trago de chicha y lo que usted haya echado a la olla.
El viejo se levantó, pidiéndonos humildes disculpas. A los pocos minutos, una muchacha descalza, pero con la fuerte estampa de las mujeres serranas, nos trajo vino en un plato a manera de bandeja. En los vasos de vidrio opaco tamblaba un licor borriento, de pésimo aspecto. Tenía un penetrante regusto a pipa, a uvas a medio restregar, pero dejaba en la garganta una saludable sensación. Así era el vino de los cerros. Vino fermentado en viejos fudres coloniales, pura esencia de uvas de duro hollejo, pisoteadas en primitivas zarandas por primitivos vendimiadores.
Media hora después almorzábamos en el rústico comedor de On Panta. Cazuela de cordero, porotos obscuros y sabrosos, tortillas recién hechas. Tosco condimento, pero nutritiva substancia que On Panta nos ofreció con sencilla cordialidad campesina. La verdosa indiferencia de sus ojos denotaba, sin embargo, curiosidad. Alternativamente se fijaban en mí o atendían a la verbosa alegría de mi amigo, que recordaba la vida de los cerros o contaba anécdotas del veraneo en Constitución. Como era costumbre, siempre. que el azar le traía un huésped a don Pantaleón, la charla recaía en los zorros, enemigos de ovejas y de viñas, y de los zorros, en los pumas.
La verde opacidad de sus ojos se coloreo como el follaje al rozarlo la luz de la mañana. Sus mejillas redondas cobraron carácter. El rostro entero se encendió con extraordinario vigor. Y hasta sus manos, que parecían no existir, escondidas bajo el lanudo poncho, se animaron, posándose sobre la mesa. Sin embargo, no dijo nada. Escuchaba, prendido a las palabras de mi amigo. En el sur, donde había estado hacía años, existían pumas en las selvas cordilleranas, en las quebradas de los grandes ríos. Mil podían subsistir, porque abundaban los huemules y venados, pero aquí, en estos cerros pelados, donde cada dos años se veía un venado ¿cómo podían vivir los pumas? Ni en los rebaños se había notado la desaparición de una oveja, si no era porque algún cuatrero se la carneaba a escondidas.
Los labios gruesos del viejo temblaban con un movimiento inconsciente. Como si dijese algo, en voz tan baja, tan confidencial, que sólo él pudiese oírlo. Una idea, unas palabras habían brotado en la subconsciencia y pugnaban por salir afuera, por convertirse en sonidos articulados.
La voz cascada, lejana, explicó, por fin, con protectora superioridad:
-Hay pumas pu’aquí, vecino. Es que hay que conocer los cerros pa noticiarse. Y yo dende chico los he trajinao, porque el finao mi paire me echaba con cabras pa Peñalquin, donde esiste una lionera, una cuevaza negra, que no se le conoce fin. Ey si’han visto rastros. L’uña patente, en el barrito de la entrada. Eso sí que apenas marcá, porque el lión pisa no más que con la punta.
En la cara morena de mi amigo se pintaba una incredulidad burlona.
-Pero usted no se ha visto nunca con uno, On Panta?
Bajó los ojos con cierto pudor. La curva de las mejillas se recogía en un gesto embarazado. Las manos se escondieron bajo el poncho y se movían, debajo, con un gesto torpe de animal prisionero. Se disculpo sin mirarnos.
-De verlo, lo que se dice verlo, no, vecino; pero es lo mismo que si l’hubiera visto, de tanto que le ol a mi abuelo cosas de liones.
Sus ojos volvieron a animarse. Salieron audazmente las manos de su escondite. El recuerdo de las hazañas de caza del abuelo lo hacía, de nuevo, dueño de sí mismo. Se había compenetrado con ellas, y era como si las viviese realmente.
-Hubo zalagarda’e liones, es que, por todos los cerros. No ejaba cabra en las cabrerias, ni se poían escuidar las crías de las yeguas trilladoras. Eran de esos coloradosos, que son los más alzados. L’último que se puso a vista di’hombre lo cazó mi abuelo con dos perros mestros que tenía. E subió a un roble viejo, y mi paire, qu’era medianito, ice que lloraba como cristiano, con lágrimas así tamañas.
Sus pequeñas manos se ahuecaban para dar idea de esas lágrimas gigantes vertidas por el león de Peñalquín. El entusiasmo doraba sus verdes pupilas opacas. Mi amigo sonreía ante esas lágrimas fantásticas, pero él no reparaba que en la misma proporción habían crecido dentro de la fantasía de On Panta los pumas que sus perros no cazarían nunca.
-Ese lión lo trajo mí abuelo pa’l fundo, y un inquilino, qu’era muy curioso, lo rellenó y está como vivo. Nu’ha perdio pelo.
Mí amigo le observó, entonces, que había oído algo sobre ese león, pero nunca lo había visto. Asombro de On Panta al escuchar esta novedad. Nuevo asombro al decirle que yo tampoco había visto pumas sino en grabados.
Se levantó decidido. Bien noté que una vanidad ingenua animaba su espíritu en ese momento.
-Este es de los más fieros -explicó-; di’un color de venao nuevo, como los cerros.
Salimos al corredor. Era grato sentir la luz de afuera, a pesar del día invernal que una fría gasa neblinosa debilitaba. En este aire yerto, la florida blancura de los perales era escarcha cuajada sobre las ramas obscuras. Las alas se habían inmovilizado y el frío retorcimiento de las parras en el declive evocaba el invierno, no muerto aun del todo.
Seguimos a On Panta por el corredor. En el extremo, abrió una pesada puerta de roble sin pintar. Era un cuarto desnudo que recibía la luz por un alto ventanillo sin vidrios. Una mesa y una silla en el medio. Costaba habituarse a la fría penumbra de las paredes sin encalar. Algo oí chirriar en el piso sin tablas. Un choque de ruedas y de ejes. Sólo vi el bulto de la manta en actitud de empujar, y luego el puma, sobre una plataforma con ruedecillas de madera, semejantes a las de las carretas serraniegas.
Y era cómico de veras el puma de On Panta. Con dificultad retuve la gana de reír, al ver la cara burlona de mi amigo, inmovilizada en un fingido gesto de seriedad, mientras sus ojos y todos los músculos de su cara estaban hinchados de risa.
El anónimo disecador de las serranías había embalsamado al león en una terrorífica actitud de ataque. Abierta la tarasca, a punto de morder su presa. Las patas torcidas; fuera de sus vainas las afiladas uñas; erguido el largo rabo peludo.
Me pareció temblorosa de risa la voz de mi amigo al decirle a On Panta:
-¡Pero si está vivito!
Gozoso recibió On Panta el elogio. Se acercó a la cabeza del puma:
-Aquí, en los encuentros, se ve el aujero de la bala entuavía.
Nos acercamos para observarlo. Era un medio de disimular nuestra hilaridad. Entonces reparé en algo más grotesco: en los deformes ojos de un verde claro, como los de On Panta. Y no eran vidrios. ¿Dónde podía hallarlos, si no, el taxidermista primitivo de Peñalquín?
Pero en las orillas pedregosas del Purapel, que corre suavemente a dos cuadras de las casas, había piedras de todos colores, y allí encontró el inquilino de La Rinconada, en un alarde de fantasía, los pedruscos verdosos que hacían de ojos del puma, incrustados torpemente en las cuencas.
Las ancas del felino se perfilaban agudas, como si el hueso de la cadera intentara romper la piel, en contraste con la fornida redondez de los encuentros.
Aventuré una observación:
-El puma estaba flaco, On Panta.
Pero nunca la hubiera formulado. Una condescendiente superioridad se dibujó en los labios gruesos del viejo. Consciente de su valor, dejó caer las palabras. Cada sílaba era así una partícula de la eterna verdad:
-Es que está escaerao, mi señor. Se escaeró al querse de la rama, porque han de saber que la caera y la cruz son las dos cosas qu’el lión tiene de falso.
Noté, ahora, un collar de perro, erizado de toperoles de cobre, en torno del grueso cuello del puma, y una cadena mohosa que lo sujetaba a un clavo de la muralla. Ni siquiera me atreví a mirar a mi amigo al hacer el nuevo descubrimiento, ni menos preguntarle al viejo la causa de esta extraña precaución, pero más adelante, cuando lo conocí a fondo, encontré la clave del enigma.
Un mundo primitivo, casi épico, se había detenido en el cerebro enfermo del viejo; un mundo diverso al que lo rodeaba. Lo que fue antes la montaña, un siglo antes quizás. Mundo hecho de tradiciones y recuerdos que la imaginación del viejo corregía a cada minuto, agregando absurdos episodios en fantásticos parajes. Así, este puma grotesco, amarrado con una cadena, tenía para él, su poseedor, una docilidad de perro doméstico. Para los campesinos astutos, cuya socarrona malevolencia sentía él a su alrededor, a cada hora del día, una bestia feroz, un malhechor que no perdonaba ovejas ni crías de yeguas.
Este puma, caricaturescamente inmovilizado sobre un duro tablón de pellín maulino, constituía su refugio y su defensa. Su ensueño era realidad viva en la abierta tarasca y las verdes pupilas de piedra. -Qué importaba que los zorrunos montañeses de Purapel se riesen de su manía? Para él, el puma vivía. Oleadas de agresiva sangre animaban la piel terrosa, aterciopelada por la vida como el oro del trigo al recorrer un golpe de aire la elástica sonoridad de las espigas. Los verdes pedruscos tenían la transparencia vítrea de la salud, y los brazuelos, abandonando su presión, recorrían los campos, y en saltos prodigiosos alcanzaban a las ágiles cabras y a las astutas potrancas de las yeguas trilladoras. Naturalmente, las de los serranos de la comarca.
Todo esto lo imaginaba, sin preguntárselo.
Oí su voz como si viniera de otro mundo. Nos daba noticias sobre el león:
-Veinte años largos tiene ya. Era una pareja que se escondía en la cueva del alto, pero mi abuelo no pilló más que al macho. La liona y los cachorritos la juyeron.
Calló un instante mirando al león. Y luego agrego:
-Pero no tengo cuenta de las cabras y terneras perdías. Huellas, si’han hallado patentes.
En la lógica secuencia de su delirio, dejaba vivos a la hembra y a los cachorros para creer en su realidad interior. De su mundo sólo llegaban fragmentos hasta nosotros. Realidad y ensueño mezclados constituían su originalidad, lo que lo diferenciaba de los demás.
De esto relanse los serranos, el sencillo sembrador como el cuatrero cínico, los patrones como los inquilinos. Frente a él, sin embargo, un respeto supersticioso los sobrecogía. Como ahora a nosotros.
Por el tragaluz, una rayola purpúrea enrojeció el cuerpo del puma y aclaró la morena desnudez de los muros de adobes. El viejo se había quedado inmóvil ante el animal. Mi amigo interrumpió bruscamente la escena. Era preciso marcharse. La noche se acercaba. Salimos.
Rojo de sangre palpitaba sobre los cerros de la costa. Azul negro ensombrecía las quebradas y cimas del oriente.- Sobre la redonda joroba de las colinas diluiase poco a poco la madreperla del cielo.
Antes de montar a caballo, don Pantaleón nos mostró su perrera. Nerviosa impaciencia inquietó a los perros apenas nos acercamos a la mediagua. Las cadenas tintineaban. De los húmedos hocicos salían gérmenes de gruñidos y bostezos. Una masa elástica de músculos se aplastaba contra los flexibles tronquillos de la cerca.
- Don Pantaleón nos los mostraba uno a uno.
-Esta perrita obscura es “La Sirena”, muy buenaza p’agarrar el rastro. Este otro, “El Huacho Raja”, qu ‘es medio bruto. Es lionero. Viene siendo nieto del que pescó el lión cuantu’ha. Nu’hay otro p’agarrarse con el zorro cuando está arrinconao. Esta chiquichicha es “La Centella”.
Y habría seguido enumerando las cualidades de cada perro si no nos hubiéramos despedido de él. Desprendido, nos ofreció su casa y nos convidó a una zorreadura que preparaban unos amigos con los perros de su jauría. No era común esta generosidad entre los serrranos. En don Pantaleón persistía aún algo del lejano antecesor francés, náufrago inesperado de las playas del Maule. El mismo que había teñido de rojo los pelos de la barba y había hecho prender semillas de ensueño en su imaginación visionaria.
Ya estamos de nuevo en el camino primitivo de los cerros, en marcha a Peñalquin. Acabamos de atravesar la tranquera que da entrada al fundo. Miro hacia el hondón. On Panta se ha quedado en la cerca de la perrera, entre los bostezos y ladridos de sus sabuesos.
La cuadrada masa del caserón, con su enorme techo de obscuras tejas, empieza a disolverse en la trama del atardecer, hecha con morados hilos de sol poniente y negros vellones de sombra. La curva de una loma se traga de improviso la casa y los habitadores. Comentamos el convite de On Panta a la próxima zorreadura.
-Esta fiesta se la ha armado don Juan Chávez, de Name -dice mi amigo-. Es el que aliona a los otros y el que se hace más amigo de On Panta. Y se entretiene más con la locura del viejo que con la misma zorreadura. Por lo menos le comen sus últimos corderos y le toman su vino.
Y yo pensaba. Para ellos y para On Panta nada significaba la persecución de los zorros rapaces, a través de los cerros y quebradas, por la jauría aulladora. Para ellos era la fiesta, con su cazuela, su asado y sus licores. Para On Panta, la posibilidad de encontrarse con ese león de prodigio, hecho de su sangre y de su carne, que una noche se escapó de su imaginación como de una caverna obscura, e iba por corrales y potreros en el crudo invierno serraniego, semejante. a un símbolo misterioso de venganza y de castigo.
Quince días estuvo ausente mi amigo de la tierra que poseía en la montaña. El pequeño juzgado de subdelegación reventaba de juicios.
Apenas se supo la llegada del juez, comenzaron a amontonarse caballos a la orilla del camino, y con sus pasos tardos, coreados por el tintineo de las espuelas, los huasos se apretujaban en el pequeño corredor enladrillado, junto a la puerta de la estancia que hacía de juzgado.
Al chillar de tencas y chincoles se unían las voces carraspeñas de los huasos que esperaban su turno, conversando y fumando. Casi siempre eran litigios baladíes. Una viuda a la que su cuñado le había roto el cerco de su propiedad. Unas mujeres que, por unas cabras perdidas, insultaban a sus vecinos, presuntos culpables. Un viejo que acusaba a su yerno de haberle pegado en un velorio; o bautizo, por unos almudes de trigo desaparecidos.
La sordidez, las pequeñas envidias, los celos primitivos, la lujuria aguzada por el alcohol, toda la animalidad de una tierra esquilmada y empobrecida por el hombre desde hacia un siglo, salían a luz y se hacían parte judicial o principio de juicio en grandes hojas selladas, donde mi amigo, distraídamente, iba apuntando denuncias y declaraciones.
A veces, una tragedia sangrienta era el remate de estas rencillas. Un cadáver, clavado por puñales implacables, se desangraba a la orilla de un sendero.
Entonces, el campo poblábase de galopes. Sonaban entre los robles los sables de los policías. Familias enteras, hombres y mujeres; pasaban a la cárcel de Constitución en carretas minúsculas y en pequeños caballos crinudos.
La verdad no salía nunca de sus labios. Había que suponerla. La culpa se disgregaba en innúmeros culpables. Era el campo, las hoscas quebradas, las vegas risueñas, las peladas mesetas las que habían cometido el crimen. Su pensar disimulábase bajo la áspera hirsutez de las barbas o en los rasgos inexpresivos de viejos y de jóvenes. Su astucia se acurrucaba en lo hondo de sus naturalezas. Y en esto consistía la fuerza de su personalidad.
De los antiguos colonizadores castellanos y de los indios que poblaron las sierras, en los claros de la selva, no les quebaba sino la astucia elemental, la desconfianza instintiva a toda reforma y a toda autoridad, como de las selvas de robles maulinos no restaban sino renuevos en quebradas y faldeos.
Castellanos e indios, sometidos a ellos, luego mestizos, arrastraron en balsas y carretas las recias maderas a los astilleros de la costa. Veleros y lanchones, casas y puentes se hicieron de ellas. En las amarillas arenas de los esteros descubrieron un día escamas de oro. En toscas callanas, el esclavo lavó las arenas para el encomendero durante un siglo, pero un día las escamas se agotaron, y la tierra, sin la alegría del árbol, mostró al sol su piel de roja greda. En el ripio pedregoso nada prosperaba. Corrida por las lluvias, la tierra vegetal engrosaba el lecho de los esterillos y riachuelos. En los potreros pelados, los animales se morían. Sólo las cabras, sobrios anacoretas de las lomas, podían subsistir con los yerbajos ásperos, nacidos en las junturas de las piedras.
Sin embargo, de esos despojos tuvieron que vivir los hombres, multiplicados y hambrientos. El arado de luma rompió una y otra vez la dura corteza de las lomas; de los esteros agotados bebieron cabalgaduras y hombres. Y minúsculos trigales, como pañizuelos de oro, ondularon al viento de las serranías. Cepas torcidas se vistieron del verde rumor del pámpano, y en la pobre armazón del rancho quemado, en toscos serones, guardóse el trigo para el ulpo y la tortilla, y en tinajas rechonchas, sobre los colihues de la zaranda, goteó día y noche el vino acre de vegas y faldeos.
Para pasar el rato, los litigantes habían comprado algunos litros de chicha en la bodega del fundo y contestaban a mis preguntas sobre don Pantaleón con la sangrienta crudeza de sus bromas campesinas. En sus chistes crueles no había asomo de piedad para On Panta.
-Mientras lo tenga amarrado a la pared, renunca lo va a pillar el lión -decía uno.
-Pa mí qui’ha tomao por liones a los culpeos
-confirmaba otro.
-Si nu’es el Malo que se li’ha metio en el cuerpo
-resumía un tercero.
-Son muchos liones pa’un solo rastriador -sentenciaba un cuarto, mirando con malicia a los que lo rodeaban.
Todos reían, tosiendo y echando humo. Nadie estaba libre de culpa, porque cada uno de ellos le había llevado con interesada insidia un cuento al viejo sobre posibles rastros, y se había pagado él mismo con una oveja, una cabra o una gallina que se aventurase a algunos metros de la casa de La Rinconada. Y éstos eran los menos ambiciosos. Otros, en el aislamiento de los cerros, habían corrido cuadras enteras los cercos de. sus potreros.
Las huellas desaparecían, misteriosamente, apenas el viejo soltaba su jauría sobre los cerros.
¿Era un oculto rencor de la comarca contra el nieto del primer Letelier que llegó a los cerros, y que con argucias de tinterillos o con agresividad de matón ensanchó sus terrenos y se hizo, al cabo del tiempo, el único amo de la sierra? ¿Pagaba así el descendiente el odio que el campo tuvo al antecesor?
Un viejo alto, con rasgos severos de conquistador (aquilina nariz, altanera mirada), había conocido al abuelo de don Pantaleon:
-Era hombre de mucha palabra, su mercé -me explicaba-. Como On Lucho, regentó el juzgado de pu’aquí. Pero los pleitantes contra na peliaban: él era siempre el que ganaba. Montón de maera labrá manijaba en las casas. Pa’l invierno daba mantención a los hombres y se queaba con el trigo de toos por una na. Y el trigo de la costa era muy mentao pa’l Perú entonces. Nunca pagaba cava e viña y barbecho e siembra. Pu’aquí, esculpando, lo llamaban el “Tripa rota”, porque no se llenaba nunca. Y en las eluciones, pa’qué le igo, su mercé. -l’oíta la comuna iba como -rebaño, esculpando la palabra, a votar por el caballero d’él. La casa es la mesma que tiene On Panta, pero abastecía de un too. Se llenaba de caballeros de Santiago, y di’hay salían a la caza el lión, con unos perros que criaba el rico. Era la gritera e gente y de bestias por las lomas. Anochecio, llegaban a la casa gritando y con liones y zorros colgaos de los corriones. Diónde sacaba tanto oro, nunca si’ha sabio. Pa mí que con el diablo debe haber tenío pauto el rico.
El viejo, recordando aquellos tiempos de prosperidad, se olvidaba de las injurias del hijo, que lo habían traído al juzgado, y ponía en sus palabras una poética tristeza. Las frases huasunas, toscas, pueriles, las expelía como pedruscos de su ancha boca y movían, al pasar, la lacia grisura de sus barbas amarillas de nicotina. Los campesinos lo oían como a un oráculo.
Otro viejo comentó con tono sentencioso:
-Por eso ería que On Beño murió guainita. No ejó más cría que On Panta, y la finá Oña Filomena no aguanté mucho espués e la muerte el finao. Icen que l’hallaron tendía en la cama con un Santo Cristo en las manos.
Días más tarde, al efectuarse la cava de la viña de mi amigo, mediante esa ayuda común que en las serranías llaman mingaco, oí nuevamente alusiones a don Pantaleán. No fueron, esta vez, preguntas mías las que provocaron el recuerdo de los campesinos en los intervalos de descanso. Apoyados en sus azadones, entre las filas de parras torcidas, fumando sus cigarrillos de hoja de maíz, apareció espontáneamente Ón Panta y su manía cazadora. Ellos, mejor que nadie, conocían la demencia del viejo y la explotaban en su provecho. Si a alguno se le preguntaba por su locura, respondía sin vacilar:
-Di’ónde, iñor, si es lo más pillazo el viejo.
O:
-Es que si’hace’l leso, su mercé.
Otras veces:
-Nu’hay día que no cuente hasta las brevas de las higueras.
-Y aún:
-Si la vieja Coto lleva en l’uña la cuenta de todo.
Pero era sólo una astuta comedia de los serranos.
El odio al antecesor se había hecho tranquilo, razonado, a través del tiempo. Se heredó junto con las tinajas, los lagares y las viñas coloniales. Mas explotadas, más míseras, pero las mismas. Lo que el ricachón de La Rinconada les habla arrebatado con razón o sin razón, iba recuperándose lentamente, en circunstancias propicias, avanzando o retrocediendo en su avidez, para que nadie tuviese la sospecha; pero un tácito acuerdo unía las huellas descubiertas con el avance de un cerco entre los cerros o el mito de un león aparecido en Peñalquin con el escaso rendimiento de las viñas un año cualquiera.
On Panta no se daba cuenta, ni nadie se adelantaba a advertírselo.
Sólo la vieja mama, doña Coto, nacida y criada en el fundo, conocía el oculto cerco que iba poco a poco arrinconando a On Panta en la miseria. Su protesta era yana. Vanos sus insultos a los huasos. Ni On Panta la entendia, ni los huasos se daban por aludidos.
Y así como los robles hojecen al llegar la primavera, y a los días invernales suceden los cálidos y luminosos, el vasto latifundio de la familia Letelier iba reduciéndose como la piel de una vaca desriscada, de la cual cada descendiente de los antiguos dueños sacaba una lonja para aperos de campo o para hacerse unas ojotas.
Don Pantaleón vivía del mundo creado por su fantasía enferma. Y no necesitaba más. Los cerros eran sólo el escenario de sus aventuras de caza; los serranos, la comparsa indispensable de su drama interior.
Apenas oía el latir de los perros en el corralillo, su corazón vibraba con espasmódico sobresalto. Levantábase de su lecho, atravesaba el pasadizo y miraba hacia el misterio negro de la noche, donde los aullidos de los perros se mezclaban de cuando en cuando con el huac-huac de una chilla que había venido a merodear cerca del gallinero o de la viña. El campo, enlutado de noche, guardaba su enigma.
Con una vela en la mano recorría el corredor y llegaba hasta la pieza del puma. En la inofensiva vaguedad de su delirio, se imaginaba que el león había roto sus cadenas y, atravesando sembrados y viñas, se reunía en los cerros con sus descendientes. El hueco negro del hocico, donde todo sonido se helé para siempre, había recuperado su vigor, y el rugido temible del león hambreado aterrorizaba a animales y hombres en lomas y quebradas, valles y cumbres. Pero ahí estaba, prisionero en su tabla de pellín, torcidas las patas, erguido el rabo y abierta la tarasca, blanqueante de agudos colmillos. Y le bastaba verlo para tranquilizarse. Paso a paso volvía a su habitación.
Sin embargo, estas nocturnas excursiones no eran desconocidas en el campo. Sin saber cómo, corrían por los ranchos, y cada uno agregaba un detalle, que iba, poco a poco, engrosando el caudal de la leyenda.
No era extraño, entonces, que a los pocos días un inquilino se acercase a las casas en busca de trabajo, según él, y le dejase caer la noticia, urdida al amor del brasero, a On Panta.-Hay notao, On Panta, pa’l lao e las pataguas una huella reonda que nu’es de perro ni de zorro. El compaire Juan, que urmió l’otra noche en los cerros buscando una oveja enmontañá, ice que, tarde la noche, oyó un rugido rarazo, de bestia no conocia.
Era suficiente para que la fantasía del viejo se desbordara. El mismo justificaba la mentira, precisando detalles:
-El lión es, no más. Por los pataguales de Peñalquin susistió siempre. Y por ey si’han perdio ovejas este invierno.
El mito, como un zorro que sale de aventuras, trepaba bravíos peñascales, orillaba la verde humedad de las vegas, y en ronda cautelosa se acercaba hasta las casas, la alerta pupila en llamas y pegado a la tierra el incansable hocico rapaz.
A la luz mortecina de una vela, me vestí rápidamente. La líquida negrura de la noche serrana, punteada de claras estrellas, empapaba aún los cerros dormidos.
Ibamos hacia La Rinconada. El día anterior nos avisó de la zorreadura un inquilino de don Pantaleán. Asistirían sus amigos habituales, sus explotadores sistemáticos, los grandes y los pequeños.
En la cumbre, un viento bullicioso jugueteo con nuestras mantas y erizaba los sueltos mechones de los caballos, aún con su pelaje de invierno. En su lecho de piedra se desperezaba la noche. Cansadas, las estrellas se iban disolviendo una a una, pero, al mismo tiempo, resonaban las cristalinas notas de las diucas en los matorrales. Era como si aquel plateado fulgor se hiciese trino para seguir viviendo durante el día.
Desde el cielo a la tierra, el aire era una sola onda sonora. Cada ruido participaba en la cristalina sinfonía: los gorjeos de los pájaros, el canto de los gallos, los ladridos de los perros y hasta el seco casqueteo de los caballos en las asperezas del camino.
Cuando atravesamos la tranquera y descendimos a la hondonada, la claridad era dueña de la sierra. La casona de On Panta borroneaba de tinta el alba naciente, y borrones negros eran unos álamos, a la orilla del río, y los huasos que trajinaban ya, delante de las casas.
De improviso, esta blanca quietud se desgarró como un lienzo enorme, distendido de sus cuatro puntas. Angustiosos aullidos se recogieron agudamente en todas direcciones. Era un lloro animal, desconsolado y trágico, en la soledad elemental de lá selva.
Los caballos amusgaron las orejas, con nerviosos tiritones. Acallaron los pájaros sus trinos. Ladraron un instante los perros, y luego se unieron al coro aullador, como si se despertase también en ellos el lobo ancestral, el solitario instinto de la manada.
Asombrado, le pregunté a mi amigo por el origen de esos aullidos.
-Les pasa siempre a los sabuesos amarrados, al venir el día -me dijo-. Ventearán la presa, tal vez. El viento traerá el olor de algún zorro que ha venido en la noche a robar gallinas. Los desespera el estar quietos. Nos detuvimos frente al corralillo para observarlos.
Sentados en sus cuartos traseros, veinte hocicos apuntaban a la mancha gris del amanecer. Cien aullidos, desgarrados o cavernosos, en un solo llanto lastimero; pero los aullidos comenzaron a disminuir hasta convertirse en cortos ladridos impacientes.
Un mozo había abierto el corralillo e iba corriendo un cordel por los collares de los perros. Se dirigió a mi amigo y le dijo:
-A usté no más lo esperan, don Luis.
Observé en la cara del gañán no sé qué de maliciosa alegría. ¿Era el día de jolgorio, la comilona al aire libre, o simplemente la farsa de la batida a los zorros, en que todos explotaban la ingenuidad del patrón?
Y cuando On Panta, con afable gesto hospitalario, se acercó a recibirnos, la risa astuta del mozo se me hizo odiosa y repugnante.
La facha del viejo no era, seguramente, apropiada a un cazador de leones.
La manta desteñida cubría sus hombros, pero bajo las haldas asomaban una viejas polainas sin lustrar. Una de ellas,, vencido el resorte, la sujetaba una correilla en el tobillo. Una espuela en el pie izquierdo, la rodaja quebrada.
-Una sola espuela, como el diablo -me dijo mi amigo, alegremente.
-Pero un diablo vencido -le contesté.
El viejo llegó hasta nosotros. Su mano pecosa se posó confianzudamente en la pierna de mi amigo. Debía haber bebido. La voz cascada habló con bonachona familiaridad.
-Esmóntese, señor subdelegado. No sea tan enterao con los pobres. Hay que echarle un puntalito antes de subir. Mire que en los riscos el viento es medio helao.
-Claro que hace falta un puntalito, On Panta
-respondió mi amigo, riéndose, al mismo tiempo que se desmontaba.
Yo lo imité. Nos acercamos al grupo de huasos que, con ademanes exagerados, ponderaban al puma de On Panta. El viejo lo había sacado de su madriguera para que sus amigos lo viesen una vez más. Era así en cada zorreadura. Casi un augurio de buena suerte en la batida. La probabilidad de encontrarse con el descendiente, terror de cabras y de ovejas.
Alabar su extraordinaria alzada, lo perfecto~de1su conservación, y hasta la temible actitud de sus colmillos descubiertos, lo consideraban como una cortesía los convidados, a pesar del picor de ironía que salpimentaba sus grotescas alabanzas. Sin embargo, una grave entonación dignificaba estas palabras. Antes de la pitanza, la mala intención no se mostraba nunca, pero yo conocía a mis serranos. Veía el brillo malicioso de sus pupilas, las sonrisas contenidas, los carraspeos intencionados al hablar del puma o hacer elogios desmedidos a las cepas de la abandonada viña de On Panta.
Conocía a una veintena de campesinos, viejos y jóvenes, casi todos dueños de valles y cerros en La Rinconada. Sus lenguas no paraban de hablar, lanzándose pesadas bromas y empinando la botella de aguardiente que On Panta había sacado de su bodega, hasta que alguno se la arrebataba al que bebía, para beber a su vez.
Cesó la algazara al aparecer el mozo con la traílla de perros zorreros.
Todos observaron curiosamente la nerviosa movilidad de los sabuesos. Zorrear es el deporte de los cerros, desde tiempo inmemorial.
Una angustiosa impaciencia juntaba los músculos vibrantes de los perros en una sola masa, sobre la cual se retorcían, en histérico baile, los rabos enloquecidos..
Una sola fuerza, semejante a un invencible instinto desencadenado, tiraba de la cuerda, que, a duras penas, retenía el mozo desde el avío.
Los huasos fueron subiendo a sus caballos. Algunos, los más ricos, iban lujosámente montados sobre sillas atiborradas de pellones y en caballos excelentes. Los más, en cabalgaduras flacas, de chupadas ancas y gastados aperos, pero a todos los uniformaba la multicolor variedad del poncho chileno.
En el alba húmeda se desenredó la cabalgata de zorreadores. Aún no llegaba la aurora. El trinar de las diucas, a cada instante más vivo, alegraba la vieja somnolencia de litres y boldos. Rasando la tierra se alzó silbando una perdiz, y el largo silbido tembloroso fue como el eco sonoro de su vuelo.
Al llegar a la falda de un cerro, en el extremo de la quebrada, el mozo desabrochó los collares de los sabuesos. Los perros se sacudieron gozosos con el instintivo asombro de verse libres. Comenzaron a correr, de improviso, orillando el monte Por espacio de algunos segundos corrieron juntos, casi unidos. Daba la impresión de que aun sentían sobre sus cuellos el tirón de la cuerda que los atraillaba. Poco a poco se fueron destacando, como si recobraran su individualidad, perdida en el corral. Unos pocos trotaban por el camino plano, siempre a la orilla del cerro. La mayoría, el hocico pegado al pasto, se metió entre los boldos, apareciendo y desapareciendo en los claros de los arbustos.
Unos tras otros, o en parejas, tan estrecha era la vereda que faldeaba el cerro, los convidados ascendían hacia la cumbre, en demanda de un lugar estratégico para observar la corrida. Yo subí de los últimos en compañía de On Panta. Primero vi a los jadeantes caballos y a los alharaquientos jinetes azuzándolos para subir; luego sólo oí sus gritos y el ruidoso respirar de las cabalgaduras. El ala de una escarpa los ocultó largo espacio de tiempo.
On Panta y yo subíamos sin hablar. Ni siquiera me miraba, tan abstraído iba, al parecer, en el manejo de un caballito peludo y trasijado de menuda cabeza y largas crines.
Yo, en cambio, no le perdía movimiento. Bajo el triángulo de la vieja manta, cuyas haldas cubrían sus piernas, veía el juego nervioso de las patas del caballo serrano, cuyos cascos, partidos como dedos, se agarraban a las piedras o al resbaloso ripio del camino. Bajo el ala de un gastado sombrero de paño, la cara del viejo tenía un plácido gesto de adormecimiento.
Que pensaba en ese instante? ¿Se había quedado deliberadamente atrás para entregarse a sus fantasías habituales? Por averiguarlo habría dado yo parte de mi vida. ¡Quién sabe qué prodigioso drama primitivo, de leones y cabras aterrorizadas por su presencia, se desarrollaba bajo la tranquilidad obesa de su rostro indiferente!
Multisonora se oyó la algarabía de los huasos. Se habían detenido en una pequeña meseta y nos esperaban.
En ese instante, la soma campesina se manifestó en un episodio de cómica peculiaridad.
El mozo que había atraillado a los sabuesos y servía de montero de los cazadores, pasó la corneta con que se llama a los perros a un jinete joven, el mejor trajeado de los que habían venido a la zorreadura.
Una manta granate, rayada por rectángulos de oro vivo, cubría unos cuadrados hombros. Una sólida cabeza de tinte rubio, donde reían unos pequeños ojos grises, coronaba ese llameante conjunto de manta, rojas pierneras y caballo alazán.
Un súbito golpe de espuelas. El caballo se encoge, echando llamas por los ojos. El huaso se ha acercado a don Pantaleón y dice, con un ceceo infantil, al mismo tiempo que fulmina al mozo con cómica solemnidad:
-¿Qué no sabís que la corneta la tiene que llevar el lionero más viejo? Esculpe, On Panta, que éstos cerrucos nu’han sabio nunca la gramática.
El asombro y la fe pintábanse en la beata cara roja del viejo. Los labios gruesos jugaban entre sí, avanzando y retrocediendo, como si mascase algo muy duro y desagradable que tuviese la obligación de tragar. La malicia serrana y la vanidad ingenua luchaban entre sí. Y este juego se trasladó a las manos pecosas, que entraban y sallan en la curva recogida de su poncho, como si ellas sonrieran a su vez.
Curvados sobre la cruz de sus caballos, las caras rudas de los serranos reflejaban intensa expectación.
Y cuando la mano derecha del viejo se alargó para recibir la corneta de su abuelo, se enderezaron sobre sus sillas y dicharachos alegres y risas estrepitosas estallaron en el grupo. Las bromas, ahora, no tenían disimulo. La acción de recibir la corneta de caza había borrado de sus almas primitivas todo escrúpulo. Como peñascazos caían sobre la impasible beatitud del viejo.
-No vaya a ser cosa, On Panta, que los liones bajen del cerro cuando oigan la corneta.
-Y crean que es la del Juicio.
-Usté que la ha oído ha de saber, don Juan.
-No se apure, don, qu’ésa la vamos a oír toos, vivos y muertos.
Uno de ellos dio la señal de partida. La caravana volvió a moverse, esta vez en la planicie de la cumbre.
Otros cerros dibujaban en todas direcciones sus chatas moles obscuras. Pequeños espinos sallan retorcidos y míseros de la tierra pedregosa, semejantes a esqueléticas manos pedigúeñas. Borrones de tinta eran las copas de algunos boldos y madroños, pegados al suelo, como si su tronco estuviera hundido en ella. Entre sus hojas metálicas y tiesas repiqueteaban las tencas o silboteaba algún zorzal andariego.
Nuevamente On Panta y yo nos aislamos de los zorreadores. De nuevo nos ciñó este silencio bravío de los cerros de la costa. Un segundo, ni trinos ni rumores se oyeron. Sin embargo, no hacía cinco minutos sentía las risas de los huasos y había visto pasar las manchas obscuras de los perros, los hocicos pegados a la tierra, por entre las matas de espinos y de boldos.
On Panta clavaba con desesperación su espuela mocha en las costillas del caballejo. No apresuraba su paso a pesar de eso. Yo seguía detrás. Era evidente que el viejo buscaba la soledad. No podía explicarme de otra manera ese continuo aguijonear a su caballo en la meseta. Detuve el mío y dejé que el viejo avanzara un largo trecho, pero, de improviso, se paró.
El viento auroral peinaba con suave caricia la áspera crencha del monte. En su rumoroso aletear venía la luz y, con el, la vida. Anuas y trinos, voces y ladridos. Parecía unir todos esos sonidos aislados y comunicarles, con su charlatana franqueza, una alegría fraternal, un sentido de solidaridad que la mudez hostil de la serranía había borrado.
Modelado por ese viento de altura, se perfiló la ridícula silueta del viejo y de su pingo en el duro paisaje cordillerano. La abollada corneta de caza descansaba en el borrén de la silla. Las haldas del poncho y las crines del caballo se movían como si tuvieran vida. Haciendo visera con las manos, el viejo miraba hacia adelante. ¿Al abismo azul de los cajones cortados por el perfil de las escarpas o hacia la espalda áspera del Peñalquin, que cubría casi todo el horizonte? ¿O era su fantástico león que había tomado forma y movimiento en la soledad, y cuya silueta creía ver en repechos y umbrías?
Yo me iba acercando poco a poco para no distraerlo de su ensueño, pero, repentinamente, el viejo me dirigió la palabra, despertándome, más bien, a mí con la serenidad de su voz:
-Allá van los perros -dijo, mostrando con el brazo extendido una quebrada, donde corría un riachuelo.
Miraba y miraba hacia el tajo azul, sin ver otra cosa que manchones de arbustos y la culebra lechosa del arroyo, zigzagueando por entre ellos; pero, sí, en efecto. Unos gusanos grises aparecían y desaparecían entre los matorrales. Terminaron por perderse del todo. Nuevamente el tajo azul y la cinta plateada. El viejo siguió mirando. Sólo oíamos, ahora, al viento y su alegre cortejo de rumores.
On Panta pareció cansarse. Me invitó a desmontar. Amarró su caballo en un madroño. Yo hice lo mismo. Nos sentamos en la tierra. Como si hablase consigo mismo, la voz lejana del viejo murmuró unas palabras:
-Raro es que nu’hayan levantao rastro tuavía.
Lo miré interrogativamente, pero no cambió, por esto, de actitud. A los pocos segundos se contestó a sí mismo:
-Tá la tierra media seca. Por eso ha de ser.
Guardó silencio. De cuando en cuando tosía, con una leve vibración de sus mejillas redondas. Ni una vez fijó sus ojos en los míos, a pesar de que yo estaba pendiente de todos sus movimientos.
Un aullido largo, estrangulado, viboreó en el aire. El viento lo acercó extrañamente hasta nosotros. Y a éste siguieron otros más agudos, más roncos, sin cesar. Dominaron toda la sierra en unos segundos. No eran gemidos como los del alba, sino gritos de triunfo, la alegría animal del sabueso que ha venteado la presa.
On Panta se transfiguró al oírlos. Se puso de pie, con una agilidad juvenil. Su oído se inclinó en la dirección del viento. Una sonrisa boba torció su boca.
-Cortaron el rastro -dijo, jadeando-. “La Sirena” fue.
Paulatinamente, los aullidos fueron disminuyendo en dirección a la empinada falda del Peñalquin. El viejo volvió a sentarse. Lo vi liar un cigarrillo de hoja, sin invitarme a fumar. No hablaba, como de costumbre. Fumé a mi turno, sin preocuparme de él.
En el aire gris, encajonado entre altos cerros, la mañana tardaba en llegar, pero llegó por fin, triunfalmente. Vivo fulgor incendió el borde de un cerro y llenó de luz el seno de unas nubes, allí posadas en espera del viento.
Fue un chubasco de oro liquido que inundó los matorrales y aclaró el negror de tinta de las quebradas.
Las hojas de boldos y madroños, erizadas de gotas de rocio, fulguraron como diamantes, y diamantes sonoros eran los trinos dispersos de los pájaros.
Una lloica, goterón rojo en la tinta del madroño, lanzó un chírrichil auroral, y una bandada de tordos arrojó un puñado de puntos negros en la claridad luminosa, al trasladarse de un árbol a otro.
Se oyó, de nuevo, el latir de la jauría, lejano, apagado, pero ni On Panta ni yo abandonamos nuestra inmovilidad y nuestro silencio. Fumábamos, lejos el uno del otro.
No obstante, en mi cabeza aparecía y reaparecía la idea de cerciorarme por mí mismo de la manía cazadora dej. viejo, de la realidad del mito que la comarca entera había creado en torno suyo. Nada más propicio que el momento presente, en medio del rudo peñascal y de los aullidos salvajes de los perros, excitados con el olor del iorro, pero la pregunta oportuna, que despertara su interés y ahogase su ingénita desconfianza, no aparecía. Vino inesperadamente, casi sin que la conciencia interviniera.
-¿Con estos perros también se cazan leones, On Panta?
Viva curiosidad iluminó el agua verdosa de sus ojos. La pregunta lo halagaba, colocándolo en un pie de superioridad sobre el hombre urbano, sobre el futre, que no sabía del campo y de sus misterios.
-No, pues, señor. Estos son perros zorreros. Los lioneros son unos perros bayos, gruesones, que pescan al lión del guargúero y no lo sueltan.
-Y si el león aparece, ¿cómo lo van a cazar?
Esta vez el viejo sonrió, con su torcida y desdentada sonrisa.
-En esta jauría quea un nieto de los lioneros que tenía mi abuelo. Este es de la línea di’uno que lo mentaban “Raja Diablo”, que mató cinco liones, pero también
-aquí volvió a mostrar las desnudas encías- li’armamos huache o lo pescamos a lazo, porque el lión si’horca solo. Una vez pescao, no vuelve p’atrás nunca. Y haciendo bien l’armá el lazo, chicona, como pa’teEnero, nu’hay lión que no caiga.
Calló unos instantes. Luego, agregó un último detalle:
-Tiene que ser un laceador muy baquiano, eso sí.
Guardamos silencio de nuevo. Aún mi curiosidad no estaba satisfecha. Bruscamente le pregunté, mirándolo de frente:
-¿Usted ha luchado alguna vez con el león, On Panta?
No me dio la cara. La curva de la mejilla, que yo veía en escorzo, permaneció quieta, sin que un músculo se conmoviese. Por un momento pensé que no respondería nada, como si hubiese entendido la oculta intención que me movía, pero observé el movimiento característico de sus manos bajo el poncho (el mismo de un gato ensacado) cuando se le hacía una pregunta que despertase la oculta realidad de su manía. No me dio la cara. Habló de lado, dirigiéndose a los cerros, al aire vibrante de luz, y con una voz arrastrada y triste:
-De peliar, nu’hay peliao, porque el lión no da nunca frente. Se le ven la cola y las ancas, porque lleva agachá la cabeza, pero en las noches, cuando l’helá lu’echaba pa’l plan, se sentían los rugidos por toas partes, como relincho e bordégano.
“Mi abuelo tenía una yegua, “La Peineta”, que la quería mucho, porque era muy tranqueaora. Una mañana, pa l’entrá el invierno, salió pa la montaña a rodiar unas vacas. En la escarchilla vio patente la huella del lión. Entró a un descampao y ¿no vio al lión que había alcanzado a la yegua y la tenía abrazá del cogote? Contra ná le gritaba mi abuelo, porque el lión no atinaba más que a chupale la sangre. La yegua cayó con una hería tamaña en el guargUero. El lión se fue a saltos pa’l monte. El viejo había sallo sin armas y por eso no siguió el rastro, pero sabía que el lión gúelve por la comía, y allí se plantó de guardia hasta la noche, haciéndole un huache e ramas onde estaba la potranca. Solo si’horcó ey...
“Otra vez...
Iba a comenzar una nueva historia, cuando oímos el grito de un pequén a nuestra derecha. Un chirrido de alerta, agrio y precipitado. On Panta se levantó y me dijo:
-Por ey va a pasar el zorro...Dos minutos después, una chilla, caída la cola, casi invisible sus patas en el esfuerzo de la carrera, cruzó frente a nosotros. Fue sólo una pelota gris que rodó por el descampado y desapareció en un barranco de roja greda, donde se interrumpía la falda del cerro, como si se hubiera despeñado.
On Panta se había aproximado hasta el borde del barranco. Se adelantaba a mirar hacia las rajaduras de tierra roja con ávida curiosidad.
La visión de la chilla, huyendo despavorida de los perros, fruncía su boca en un gesto cruel. Sus ojos mansos se tornaron hostiles, mucho más cuando entre los madroños aparecieron los perros, unos tras otros, aullando con cortos y desesperados aullidos. Seguían el mismo camino que el zorro les iba trazando con el gotear incesante de sus glándulas anales. Como él, parecieron despeñarse en el barranco rojo, para perderse, aullando siempre, entre las oquedades de la quebrada. Poco a poco, los aullidos fueron perdiéndose en la vasta soledad de los cerros.
Entonces habló On Panta, volviéndose a mí:
-Muy cansá la llevan: Lueitito la pillan...
Le pregunté si era posible ver el instante en que la jauría alcanza al zorro, y el viejo me respondió:
-Nu’es na fácil, pero a veces toca. Suba ese caminito, bajando por esos boldos. Pu’hai han de estar don Luis y los otros. Mientras tanto, yo voy a ver ónde está la carreta. Subí en la dirección indicada, mientras él, en su endeble caballejo, bajaba en sentido contrario. Frente a la quebrada, el viento mañanero soplaba a sus anchas. Era muy helado, pero tenía un sabor tonificante a tierra mojada. Dijérase que al beberse el rocío que abrillantaba las duras hojas de boldos y romerillos, se hubiese también bebido la substanciosa savia de esos árboles de la montaña, y en la trama aérea de su corriente arrastraba, como prendidos a ella, gorjeos de tencas y de diucas, chirridos de insectos y, de pronto, las voces de los huasos que se habían estacionado en una plataforma más alta, en espera del premio de la zorreadura. Algunos fumaban, al lado de sus caballos. Otros descansaban, la pierna enganchada en el arzón de la silla. Risas clamorosas recorrían el grupo. Al divisarme, me hicieron señas confianzudas, con exagerados manoteos. No eran los huasos comedidos del amanecer, casi tímidos ante una persona desconocida. Rodeé, por indicaciones a gritos de todos ellos, la cabeza de la loma, bajé a un tajo, lecho de un estero de invierno, y subí al otro faldeo.
Una algazara de voces roncas y de grititos cómicos me recibió. Antes de bajarme, me ofreció una cantimplora de aguardiente un huaso rechoncho, cuya faja roja se había desatado y lo seguía en todos sus movimientos, como una cola de sangre. Comprendí la razón de sus voces y de sus risas. Se animaban sus caras tiesas, labradas como los morenos barbechos.
Fulgían las miradas. Bajo la coraza flexible de los ponchos, jugaba la vigorosa vitalidad de sus cuerpos.
Un huaso de baja estatura, cuadrado de hombros, cuadrado de rostro y con un cuadradito negro de pelo en la barba, me preguntó con su arrastrado dejo serrano:
-¿Y ‘ónde ejó al lionero, su mercé?
Un coro de risas recibió la pregunta. Antes de que pudiera replicarle (en ese instante iba a tomar la defensa del viejo), un huaso alto, con una cara afilada como una laja puesta de canto, le contestó:
-¿Y ónde había de estar, pus, iñor? Por el monte, buscando rastro...Nuevas risas, pero, al mismo tiempo, me rodeaban ofreciéndome sus cantimploras. Todos las tenían. Resto de su servicio militar, seguramente. Guindado, vino, aguardiente, chicha. Todos los productos de las bodegas cordilleranas. Rehusé, bajando del caballo.
Largo rato bromearon a costa del viejo. A mí me dejaron de mano. Los observaba, excitados por el alcohol, las caras enrojecidas, casi grotescas, ante la resplandeciente luminosidad del aire de la altura. ¡Con qué claridad veía su juego! ¡Qué aguda insidia reflejaban todos sus actos y palabras! Y, sin embargo, las apariencias eran de una inofensiva campechanería. Es que la agresividad de los abuelos se había vuelto cautela, astucia reconcentrada. Les temían a la justicia y al juez, y sus robos a On Panta los justificaban halagando su incurable manía cazadora, con pintorescas mentiras, que, en la imaginación del viejo, tomaban todo el relieve de la verdad. El fenómeno de adaptabi-lidad a la tierra era el mismo que se había operado en el viejo. La acción en el abuelo se hacía ensueño en On Panta; la timidez de los campesinos, sus contemporáneos, tornábase astucia en los descendientes, vecinos de don Pantaleón.
Un aullido más prolongado de los perros acalló todas las risas y conversaciones. Sin embargo, siempre se resolvía este silencio en alguna observación técnica o en algún dicharacho malévolo.
- ¡ Pucha que si’han demorao en pillar al zorro!
Alguien respondió:
-Es que estos perros tan mal enseñaos. ¿No ve que On Panta quiere cazar liones con ellos?
Un tercero ampliaba la idea:
-Na saca con mostrarles a los perros la bestia boquiabierta que tiene en La Rinconá.
Todos reían, con chabacano regocijo, la ocurrencia.
Un cuarto simbolizaba la sanchopancesca gravedad de los huasos con un refrán de la comarca:
-Ejen que On Panta les eche sebito e zorra pa que corra. Siempre había alguno que volvía las cosas al terreno práctico:
-Pa mí que los perros han cruzado algotro rastro. ¡ Si’hay tupición de chillas por estos cerros!
Pero conversaciones y bromas se agotaron al mediodía. Los perros se habían perdido entre las rajaduras de las gredosas quebradas. El sol quemaba los pastos recién nacidos. Hacía más azules los cerros y más blanca la esférica floración de los perales en las cercanías de los ranchos. Sobre nuestras cabezas pasaban zumbando las abejas. Pájaros no se veían, sesteando bajo la frescura de boldos y madroños.
La zorreadura había perdido, para los huéspedes de On Panta, su interés esencial. No eran los dueños de la jauría, y el instante en que el perro maestro terminaba con el zorro agotado no podían presenciarlo. O el zorro había perecido ya, o se había escapado.
Ahora el hambre, esta hambre épica del campesino, había reemplazado a la chilla perseguida.
Uno de ellos, no sé cuál, dio la señal de partida. Subieron a sus caballos y la cabalgata comenzó a moverse en dirección a la quebrada. El que marchaba adelante gritó algo, agitando cómicamente las haldas del poncho. Todos seguimos en esa dirección. Atravesamos una de estas quebradas rojas, que semejan enormes sangraduras de los cerros, y subimos una loma. Al reparo de unas pataguas rechonchas estaba la carreta de On Panta, apoyada en su pértigo.
Doña Coto, la vieja de La Rinconada, animaba una fogata de hualles, donde se calentaba una olleta de campo. Los huasos se acercaron hasta allá. Se iban desmontando, a medida que llegaban. Maneaban sus caballos y los amarraban a los árboles. Se aproximaron, luego, a la olla, toda su preocupación en ese momento. Mirábanse entre sí, se sonreían sin hablar. Por fin, uno de ellos exteriorizó su sentir: puchas que le falta tuavía a la cazuela!
Se inquietaron, entonces Inclinábanse sobre la olleta, observando los borbotones espesos del caldo, entre cuyos grumos pasaban las presas de cordero y las blancas esferas de las papas.
Uno observó:
-Media hora de hirvor, por lo menos. Otro, desilusionado:
-Las papas están crúas. Y un tercero:
-Y estoy que no veo de hambre. A lo que replicó un cuarto:
-A toos les pasa lo mesmo, On Juan.
Alguien descubrió unas tortillas, envueltas en un trapo blanco. Las devoraron a grandes dentelladas.
El huaso rubio, que husmeaba entre unos matorrales, descubrió una dama juana de chicha.
Comenzaron a beberla, sin vasos, empinándose la pesada panza de la vasija campesina. Luego se tendieron en el pasto, satisfechos. Chirriaron los cigarros y el humo azul, escarmenado por el aire, se iba hacia el campo con sus voces y sus carraspeos. Así disponían ellos, en la ausencia del dueño de casa, de sus víveres, como si fueran propios.
Sólo la vieja mama de On Panta, con su espalda doblada por los años, reducida toda ella a un montoncito de huesos descarnados, los miraba de reojo, y sus mandíbulas pronunciaban palabras coléricas, mientras alimentaba la hoguera con ramitas de hualle y romerillo. Uno de ellos preguntó por On Panta. Todos se miraron y se rieron. Otro, más atrevido, se dirigió a la vieja en demanda de noticias sobre don Pantaleán. La vieja no se dio por aludida, mascullando palabras entrecortadas y atizando la fogata, pero un jovenzuelo, un pequeño huaso, rosado como una muchacha, quiso ponerse a la altura de esos hombres que había tomado como modelos y observó con atiplada voz:
-Esta sí que es. ¡ Se lu’habrá comio el lión, entonces!
La vieja volvió su cara cetrina y su voz áspera, estropajosa, los amenazó:
-Ustedes son los liones, esperecíos, no más.
No contestaron. Ante la voz de la vieja, algo se removió en sus conciencias. Ninguno estaba limpio de culpa. Y su reto objetivo hacía objetivo y claro lo que ellos consideraban, en la malignidad de su astucia, como algo ignorado y secreto. No duró mucho, sin embargo, la turbación. Con aniñada voz, un huaso se echó todo a la espalda y le dijo a la vieja, confianzudamente:
¡Apúrele, iñora, el caldo! ¡ Mire que nos cortamos di’hambre!
Se oyó en ese momento crujido de ramas entre las pataguas. On Panta apareció en la explanada. Los huasos enmudecieron. Contra la muralla negra del bosquecillo, su poncho, iluminado de sol, hadase más desteñido y haraposo. Por su cara roja corrían regueros de sudor. Nadie ignoraba de dónde venía OnPanta, y lo esperaban en respetuosa actitud de silencio. Así era siempre. Apartábase el viejo, astutamente, de sus convidados e iba hacia la espesa masa del patagual, donde él solo había armado una trampa, porque allí se habían perdido ovejas y cabras, y un serrano creyó encontrar huellas del puma y oír su rugido una noche de invierno.
Cerca de sus convidados, la cara trágica de On Panta se suaviza y sonríe tristemente. El encanto se ha roto una vez más. Don Pantaleón vuelve de nuevo a ser On Panta. Los huasos recuperan su predominio sobre él. Uno le ofrece un piso de cuero para que se siente. Otro le acerca un vaso de chicha. Y un tercero, ya borracho, se atreve a preguntarle, con gran seriedad, si ha encontrado, al fin, entre las pataguas, el rastro de algún león.
On Panta va a comenzar una explicación sobre las misteriosas huellas de su puma, pero se interpone la agria voz de doña Coto:
-¿Quiere venir a ayuarme, On Panta?
Y, como siempre, el viejo obedece. Como a un niño grande, la voz cascada pero imperiosa de la vieja se le imilone. On Panta se ha aproximado a la pierna de cordero que chirría, tostada por las brasas. Echadas sobre los hombros las haldas del poncho, las rodillas en tierra, da vueltas y vueltas al asador que la vieja le ha entregado.
Y empezó la copiosa comilona campesina. Incansables, armados de un furioso apetito, tragaban el caldo y mordían las doradas fibras del cordero asado. Y la agridulce chicha de los tinajones mojaba sus labios y seguía, gorgoriteando, hacia sus estómagos insaciables.
Entre risas y bocados avanzó la tarde sobre los cerros. Se suavizó el oro del sol. Las nubes mañaneras, apretadas y densas, como vellones recién esquilados, eran ahora telas gastadas por el aire que aflojaba su trama y cambiaba a cada instante sus contornos. En la hondonada negreó el bosque de pataguas. Los huasos dormitaban tendidos sobre sus mantas, el sombrero sobre la cara. Alguno roncaba ruidosamente. A ratos, el aire devolvía la ceniza de la hoguera, y el perro de algún rancho cercano roía, entre los árboles, los huesos de la comilona.
On Panta estaba sentado en una piedra, no muy lejos. Permanecía en una turbadora inmovilidad, la cabeza inclinada sobre el poncho, pero de improviso lo vi levantarse cautelosamente, los ojos fruncidos, hacia el grupo de huasos ahítos. Se detuvo, al desplazarse uno en su siesta. Echó a andar de nuevo, tranquilizado. Se perdió entre las pataguas y yo lo seguí con el corazón palpitante.
Quizá iba de nuevo a inspeccionar la trampa que, al decir de los serranos, tenía armada en el interior del monte. No fue eso lo que vi, sin embargo. Orilló el cerro y se detuvo frente al valle, donde en la mañana pasaron los perros. Miró largo rato hacia los lomerios, negros en la caída de la tarde, y de pronto se puso la corneta en los labios. Largo y quejumbroso resonó en el valle, barnizado de la roja sangre del crepúsculo, el sonido infantil de la corneta cazadora. Don Pantaleón llamaba a sus perros. Los vi llegar poco a poco a la explanada. Deshechos, los ijares hundidos, la lengua babeante, se tendían cerca del viejo, y en sus ojos opacos, fijos en On Panta, se me ocurría ver la humilde súplica animal por no haber cazado leones. El viejo murmuraba sus nombres; los acariciaba dulcemente y los sabuesos le respondían golpeando su nerviosa cola contra la tierra. Dos veces más tocó su corneta desafinada y por dos veces aparecieron perros por los torcidos troncos de las pataguas. Del zorro perseguido, ni rastros. ¿Habría perecido a manos de los perros? ¿Se habría escapado entre los riscos de Peñalquin?
Nunca lo supe, pero entonces pensé, como despues, que los mismos perros se habían fatigado en balde, persiguiendo a un animal fantasma que se disolvía en la sombra de los barrancos y cañadas, como el mismo puma creado por On Panta.
No volví a ver a On Panta durante el transcurso del día. Ya anochecido, bajé a La Rinconada con los demás. La carreta se fue del descampado, mientras los huasos comían dihueñes en unos hualles cercanos. La pesada digestión exigía la frescura de estos hongos cordilleranos, en cuya esférica carnosidad se habían cuajado el agua del invierno y la savia de la naciente primavera.
La ausencia de On Panta no les inquietó en lo más mínimo. Atolondradamente, se dirigían a las casas, echándose los caballos encima y riendo sus pesadas chanzas. Allí volverían a comer y a beber, a pesar de Los gruñidos de la vieja que, a regañadientes, mataría otras gallinas e iría en busca de más chicha a la bodega.
En el cielo, cada vez más obscuro, se encendieron unas estrellas. Cantaron aguas ocultas. Una lechuza silbó entre unas matas. Al llegar a las casas, ni un alma apareció en la torcida hilera de pilares del corredor. Ni los perros ladraron, porque venían con nosotros. Sólo la vieja, como el alma encorvada del caserón, estaba en el patio, y el chonchón de su cocina arañaba las sombras, ya espesas, con rojos zarpazos impacientes.
Uno de los huasos, que se había colado hasta el fondo del corredor, lanzó un grito ronco:
-Oigan, niños, se le salió la bestia a On Panta’de’la lionera.
Atropelladamente se acercaron al extremo del corredor. La llama del chonchón daba lengiletazos intermitentes en el muro y hacía ver la silueta del puma y su sombra agigantada y movediza.
-Este ha de ser el del patagual -dijo uno.
-Por la loma lu’habrá treido de cabresto -observó otro.
Las risas resonaron, agrandadas por la noche y la soledad.
-Pa mí qu’es l’ánima del lión ijunto qui’ha roto la caena. Pero las risas se apagaron de improviso. Cuchicheaban ahora, tosían, golpeaban los ladrillos con sus zapatos, tintineantes de espuelas. Supuse que On Panta se había asomado al corredor, pero no era así. El viejo se había esfumado.
Refunfuñando, la vieja los hizo pasar al desmantelado comedor de la casona. Allí se encerraron a beber, en espera de unas cantoras serranas, que aparecieron en el patio, arrebozadas en pañuelos obscuros y con seco chancleteo de zuecos en los ladrillos. Bajo el alón de uno de los rebozos, distinguí la curva de una vieja guitarra.
Atronaron, el poco rato, la casa, las voces bravías de las mujeronas y los tamboreos y huifas de los campesinos.
Salí al patio y me senté en el pértigo de la carreta. El hálito fresco de la noche rozando la dura tierra y su claro estrelleo en el alto cielo ennoblecían la miseria de los cerros y la bestialidad de sus habitadores.
El seno obscuro del valle lo llenaba el metálico croar de las ranas y, cerca de nosotros, estridulaban los grillos, muchos, como si fueran el tono menor de aquella ruidosa letanía.
Veía al viejo, tímido y avergonzado, frente a los huasos borrachos, amoroso y paternal con los perros babeantes en torno suyo; dulce u obediente ante el rudo mandato de la vieja mama de la casona. ¿Dónde estaría ahora?
Cuando mi amigo vino en mi busca, libre ya de los empalagosos convites de los campesinos, le pregunté por él:
-Estará durmiéndola -me dijo. Así le pasa siempre. Con un vaso de chicha se cura.
Bajamos hacia la viña, para sustraernos a esa ruidosa algazara de cantos y tamboreos. No hablábamos. Esa paz obscura, acribillada de estrellas y de croar de ranas, penetraba en nosotros y hacía claro nuestro pensar. Oímos a nuestras espaldas, casi en las casas, el huac-huac de un zorro. No le respondió ningún ladrido. Luego resonó cerca de nosotros. Su irónico aullido pareció burlarse de la inútil batida que los perros de On Panta habían hecho a sus congéneres por la serranía de Peñalquin.
Volvimos al corredor. La obscuridad se apozaba lenta en los rincones. No distinguí, ahora, la silueta del puma.
Sólo la ventana rectangular del comedor dibujaba un ala de luz en los ladrillos, y destacaba, en el arco vigoroso de su extremo, dos pilares en el filo del corredor. De allí venían ruidos de voces, risas y gritos. Las guitarras habían parado su rasgueo por algunos minutos.
Mi amigo me tomó del brazo y me arrastró hacia uno de los extremos del corredor, hacia donde debía estar el puma de On Panta. Con su voz alegre, me explicó:
-Tomemos esta pieza, que es la mejor de la casa, antes de que llegue algún huaso a dormir su mona aquí. Tropezamos con el puma, casi disuelto en la obscuridad. Mi amigo observó, regocijadamente:
-On Panta no ha encorralado todavía al león. Y su voz aguda, sin explicarme nada, resumía, en sus tonalidades burlonas, toda la grotesca tragedia de On Panta y de su puma embalsamado. Lo sentí empujar al puma hacia la puerta. Rechinaron las ruededillas de madera en sus ejes sin grasa. Tintineó la cadena arrastrada.
-Aquí lo vamos a poner, para que nos defienda de los huasos -dijo, riéndose, satisfecho de su ocurrencia.
Entramos en la pieza, completamente a obscuras. Nos desnudamos sin luz. Mi amigo, que había dormido en ella varias veces, la atrancó por dentro. Y al meterme en la cama, a tientas, sentí el olor grato de esas sábanas fregoteadas rudamente por las manos de una lavandera serrana, en las aguas del Purapel. El sueño, tras el madrugón y la caminata por los cerros, me rozó apenas, y ya estaba dormido.
El puma embalsamado, a dos pasos de la puerta; el otro, que dentro del cerebro de On Panta había adquirido una prodigiosa vida. La jauría aullando por las rugosidades de los barrancos. El trote desesperado de la chilla acosada. Las risas de los huasos y el gesto agradecido de doña Coto se mezclaron y confundieron, arrastrando consigo mi conciencia en su tiniebla bienhechora.
-¿Eh? ¿Qué hay?
-¿Qué pasa? Casi simultáneamente pronunciamos estas palabras y nos erguimos sobresaltados en nuestros lechos.
Un bárbaro alboroto ha quebrado el silencio del alba. Ladrar furioso de perros, gruñidos sordos, choque de colmillos desenvainados para salvajes dentelladas.
Miramos por la puerta entreabierta. Todos los perros de Peñalquin se aprietan en un racimo de músculos tensos, sobre una presa invisible.
Mi amigo trata de explicarme:
-Se les ha olvidado encerrar a los perros y han arrinconado a una chilla o a un perro del campo.
Pero, de improviso, uno de los sabuesos se separa de los demás. Su hocico rabioso sacude una tira de cuero amarillento. Mi amigo lanza una sonora carcajada:
- ¡Pero se han comido al puma de On Panta!
Oigo la cadena, golpeando metálicamente los ladrilíos a cada tirón de los perros. Todo el aserrín y la paja que rellenaban al puma están esparcidos en el suelo. A un lado se ve la tabla con los clavos que sujetaron las patas del león. No quedan más restos de él. Los sabuesos deben disputarse, como una presa magnífica, la cabeza del puma.
En ese momento asoma On Panta por la puerta del pasadizo, con su poncho y su tosco bastón. No se ha desvestido, seguramente; tal está de arrugado y de sucio. La bulla lo ha despertado de su letargo. Paso a paso se va acercando a la jauría rabiosa. No alcanza a oírse su voz entre los salvajes alaridos de los sabuesos. Los llama por sus nombres, pero no le obeceden:
-¡ “Sirena”, “Centella”! ¡Suelten! ¡Déjalo, “Raja Diablo”!
Se atreve a golpear las grupas con su bastón y los perros van acallando su furia. Se apartan para tenderse, jadeantes, en lós ladrillos. Otros se alejan por detrás de las casas, con pedazos de cuero entre los dientes, como avergonzados de su acción.
On Panta no se mueve de su sitio, clavado en los ladrillos. Algo rezonga entre dientes. Supongo que balbucea inconsciente los nombres de los perros:
-¡“Sirena” “Centella”! ¡Suelten! ¡Déjalo, “Raja Diablo”!
Sus ojos están como hipnotizados por el aserrín que mancha el suelo, por los pedazos de cuero rojizo, por la cola, que casualmente ha quedado junto a la tabla vacía.
Qué pasa por su espíritu en ese instante? Qué lucha interior lo ha enraizado entre los despojos del león? ¿Se hace, por fin, la luz en su cerebro, y su mentira, la mentira que lo rodeó durante años, se destroza en mil fragmentos, como el gastado pellejo del puma de su abuelo?
Ahí, sobre esos restos, ha muerto quizá el otro puma, hecho de frágil ensueño, que escogió su delirio como guarida. No sé por qué pienso que en esa trágica inmovilidad del anciano se incuba una nueva conciencia, una chispa de comprensión que abrasará su demencia, purificándola.
En torno al viejo se ha deshecho ya el hechizo nocturno. En el sudario del amanecer vuelven a cobrar relieve las risquerías abruptas. Como negros brazos que pidieran auxilio, retuercen las cepas sus podadas ramas en el faldeo. En las tejas obscuras y en el esponjado blancor de los perales, desgranan uno a uno el apretado racimo de sus gorjeos las diucas madrugadoras.
Mi amigo vuelve a su cama. Yo sigo en el ángulo entreabierto de la puerta. On Panta parece clavado en los ladrillos. Pero el bastón tinta, pegado al suelo, como una exteriorización de la lucha interna de su alma, y sólo mueve la cabeza cuando resuenan los zuecos de la vieja de La Rinconada, que acude en su auxilio, como si On Panta fuera todavía el niño indefenso que ella conoció.
Vuelvo a la cama. Indefinible angustia aprieta mi corazón. Mi amigo fuma, un codo apoyado en la almohada. Con risueño chispeo, sus ojos se fijan en mí, pero se torna serio de pronto y me dice con cierta solemnidad compasiva:
-Sin quererlo, cazó su puma On Panta, pero a éste no le quedó ni el cuero.
Cuenta Regresiva
Hernán Poblete Varas
Veinticuatro.
Veintitrés.
Veintidós.
Strickland observó nerviosamente el tablero. No podía ocultárselo; el temor, la angustia, le poseían en esos instantes. "Siempre lo mismo -se dijo-. Incapacidad de dominarse: ¡si esto se supiera!"
Guardaba el secreto con vergüenza y se prometía no confesar jamás esta pequeña debilidad inexplicable en un hombre de sus años y de su tiempo.
Algo podía ocurrir. A pesar de todas las garantías, de las prolijas revisiones técnicas, algo podía ocurrir: el resorte que falla;'Ia conexión que salta; en el complicado mecanismo, una tuerca que desaparece, ¿y entonces?
Diecinueve.
Dieciocho.
Diecisiete.
Y ese leve temblor, como si el artefacto quisiera desprenderse de sus soportes; un leve temblor, una oscilación horizontal que, por momentos, se confunde con las palpitaciones de su corazón, con el pulso acelerado que pone vacilantes e inseguras sus manos.
Sin embargo, la lucecilla verde le señalaba, desde el tablero, que todo iba bien; el mecanismo cumplía su programa y se lo estaba indicando así con su brillante pupila esmeralda que se destacaba sobre el bruñido acero del panel.
Los números pasaban con ritmo parejo, constantes, medidas exactas: catorce, trece, doce, once.
El momento estaba próximo. Se sentirla profundamente aliviado cuando llegara el instante final. La atención le resecaba los ojos. Pestañeó, rápidamente, muy rápidamente, para no faltar ni una décima de segundo a su observación de los números que disminuían, isócronos, y de las pequeñas luces que indicaban el perfecto y calculado desarrollo de la operación.
Nueve.
Hubo un sacudimiento algo mayor, premonitorio. La pequeña luz verde parpadeó, se extinguió. En la oscuridad súbita, como un ojo exorbitado, como una llamada angustiosa, vehemente, la señal roja: peligro.
Algo anda mal. Se hizo un silencio espeso, silencio de metal en reposo, el silencio de la soledad, el encierro. En la noche profunda del hermético recinto, la luz roja difundía su nimio resplandor, como una brasa de cigarrillo que se deja ver en la oscuridad. Sólo la luz de alerta, señalando un desperfecto, quién sabe qué imprevista avería.
Strickland comenzó a sudar frío.
Buscó a tientas en el tablero, entre los botones ordenadores, el marcador de alarma. Sabia que debía saber dónde estaba el botón, bien visible a la luz, palpable en la sombra, el botón del que dependía, en ese momento, el contacto con el exterior, la salvación.
Los dedos, incontrolables, no daban con él. A tientas, palpando, ciego también su sentido del tacto por el miedo ya incontenible, buscaba, buscaba.
De pronto, casi inesperado ya, un tenue zumbido. Luz nuevamente. Se extinguió la pupila roja, parpadeó leve y pálida la señal verde, y luego adquirió firmeza, decisión.
El zumbido aumentó. Y ahora, el casi imperceptible movimiento lateral, la vibración honda, los ruidos venidos de muy lejos, de los mecanismos situados en las entrañas, en las prolongadas entrañas del artefacto.
Strickland sacudió la cabeza, empapada en sudor, mientras se reanudaba el desfile de números:
Ocho.
Siete.
Seis.
Cinco.
Ahora, la angustia era infinita, aplastante.
Segundos, sólo segundos en que puede ocurrir nuevamente la sombra, la oscuridad, el silencio mecánico, la luz verde que se extingue, la luz roja que esparce el fulgor de miedo, enfermedad, muerte.
Cuatro.
Tres.
Dos.
¡Ahora! El momento final, la crisis. El fin de la crisis.
Strickland se recogió sobre si mismo, apretó los músculos, clavó los ojos, mirando hacia adelante en agonía.
Uno.
Las puertas se abrieron con suavidad. Strickland salió de un salto, atropellando a los que esperaban.
"¡Demonios! -se dijo-. ¿Nunca les perderé el miedo a los ascensores?".
Canto y baile
Manuel Rojas
Los muebles de aquel salón de baile eran tapizados con brocato color rojo; rojo
era también el papel que cubría las paredes y roja la alfombra que, después de
orillar de encarnado las patas de las sillas y sillones, terminaba súbitamente
ante el piano. En las ropas de las mujeres de aquel salón de baile predominaba
igualmente el color rojo. Los espejos, cuatro grandes, colocados uno encima del
piano, otro al fondo, en la pared contraria a la que ocupaba el primero, y dos
frente a frente en las paredes restantes, recogían y multiplicaban aquel tono
como una sinfonía en rojo, tal vez si conscientemente organizada por la dueña de
casa, que no ignoraría, ya que eso formaba parte de su conocimiento del negocio,
que el color rojo influye en los nervios, excitando a los apacible y
enloqueciendo a los irritables. El piano, negro, alto, profundo, destacándose
entre el rojo, semejaba un catafalco contrariado, constreñido, a pesar de su
seriedad, a presenciar aquella orgía ultrarroja. A su lado había una mesilla
vacilante con cubierta de lata, donde las mujeres acostumbraban a tamborilear
con la palma de las manos para evitar el baile. Parecía una desordenada y
pequeña murga al lado del piano.
El salón tenía forma rectangular; dos puertas se le abrían en un mismo muro. Los
muebles de aquel salón de baile eran viejos; pero firmes, como hechos para
soportar la caída de cuerpos vacilantes y cansados; únicamente su brocato rojo
claudicaba ya, deshilachado y un poco desvaído, y los muelles, molestos por la
presión de tantos años, se erguían amenazadores e hirsutos bajo la tela lustrosa.
La alfombra, gastada por los millares de pies que habían bailado y zapateado
sobre ella, mostraba algunos flecos rojizos.
Cuatro mesitas de color negro, que hacían, con su color, menos sensible la
soledad obscura del piano, extendían sus cubiertas opacas en los espacios que
quedaban libres entre los muebles.
De día el salón permanecía desierto y los grandes espejos, vacíos de imágenes
móviles, se miraban entre sí, con ojos claros veteados de rojo, como personas
que no tuvieran nada que hacer. El salón y sus muebles, el piano y las mesitas
se multiplicaban en ellos a sus anchas.
Pero de noche... De noche las lunas claras se llenaban de imágenes, negras o
blancas, que se movían dentro de ellas y a través de ellas como grandes peces en
un estanque con algas rojas y negras, y a veces eran tantas las imágenes, que
los cuatro espejos no bastaban para reflejarlas y retenerlas a todas.
Se llegaba al salón después de atravesar un estrecho y obscuro patio, en cuyo
centro varios bambúes estiraban sus delgadas cañas verdes. A ambos lados del
patio se abrían las puertas de los cuartos de las mujeres, cuartos que no
estaban amoblados sino por una cama, un velador, una silla y un bacín de fierro
enlozado.
La puerta de calle era maciza y ancha y una luz roja llameaba en lo alto de su
ceño adusto. En una de sus hojas había una ventanilla enrejada, que servía para
mirar desde dentro a los que desde fuera llamaban. Una gruesa tranca la
atravesaba de lado a lado. Al entrar al zaguán se veía, a la izquierda, por el
vano de una puerta que no estaba nunca cerrada, la habitación de la dueña de
casa; un catre grande, bronceado, adornado de cintas y encajes, con sobrecama de
seda roja y amplios almohadones, alzaba en el medio de esta habitación sus
brillantes varillas.
El patio, de noche, estaba siempre obscuro y únicamente lo alumbraban de modo
ambiguo los resplandores que salían por las puertas del salón de baile; al fondo
estaba el depósito de los licores, dos o tres cuartuchos destinados a usos
menores y una pared de escasa altura, límite último de la casa de canto y baile
de doña María de los Santos.
***
A las ocho y media de la noche de aquel día sábado, empezaron a llegar, en
hilera alternada, los parroquianos de la casa. Algunos venían en coche, baja la
capota; cantaban y gritaban, golpeando las palmas y accionando violentamente; la
obscura calle se llenaba con sus aullidos. Otros llegaban a pie, en grupos
vacilantes. Golpeaban la maciza y sorda puerta, que devolvía un sonido opaco,
como de tronco de árbol; se descorría la placa de hierro del ventanuco y una voz
de vieja inquiría:
-¿Quién es?
Esta pregunta era nada más que una fórmula, pues fuera el que fuera con tal que
no fuera policía, la puerta se abría en seguida. Contestaban todos a una y nada
se entendía, pero el hecho de que no se entendiera nadie equivalía a una clara
contestación. Se corría la tranca, se abría luego la puerta lentamente y los
hombres se hundían en la obscura oquedad del zaguán. La puerta se cerraba
despacio tras ellos.
Así fue absorbiendo la casa a sus parroquianos. Algunos salían poco después de
haber entrado dando como excusa la excesiva cantidad de personas que llenaban el
salón o la ausencia de la mujer que preferían.
Desde el zaguán se oía ya la algazara del salón, un ruido espeso de música, de
zapateo, de gritos, de jaleo y de voces. La voz de la mujer que tocaba el piano
y cantaba, la tocadora, se elevaba agudamente por encima del tumulto, con acento
desgarrador; parecía que la maltrataban o la herían, arrancándole gritos de
dolor: ¡Ay, ay, ay!
Si yo llorara...
El corazón, de pena,
se me secara.
El ritmo del baile era siempre el mismo; únicamente cambiaba la letra de sus
coplas. Era un ritmo vivo e impetuoso, pero idéntico, que vibraba en el aire
como una sola cuerda de un solo tono, saliendo después hacia el patio, envuelto
entre los gritos y los zapateos y perdiéndose en los rincones. Un tamborileo
claro y seco, hecho con los nudillos de los dedos sobre la caja de una guitarra,
surgía en los espacios que dejaban vacíos el canto y la música. En ese
tamborileo, alma verdadera del baile nacional, la cueca, que marcaba un ritmo
monocorde y constante, estaba el encanto y la atracción de él. Algunas manos
tocando sus palmas y otras sonando sobre la vacilante mesilla con cubierta de
lata, ayudaban a animar el baile que sin tamborileo y sin palmadas habría
cerrado sus alas, dejando caer al suelo, como un murciélago, su ritmo monocorde.
Bailaban los hombres con los ojos bajos, serios, como si cumplieran una
obligación ineludible; únicamente en las vueltas, de pasada, mientras el hombre
acariciaba a la mujer con su pañuelo arrugado, ambos se sonreían, como quienes
están cometiendo a escondidas alguna picardía. Después, los pañuelos daban
vueltas en el aire y la seriedad recomenzaba. El ritmo impetuoso parecía
dominarlos, ciñéndolos a su voluntad, impidiéndoles pensar en otra cosa que no
fuera su seguimiento. El mundo exterior desaparecía para ellos; estaban unidos,
mientras duraba el baile, por una especie de compromiso contraído ante una
persona que temieran. Muy pocos, casi ninguno, tenía en sus movimientos
vivacidad y entusiasmo.
Pero el final del baile los libertaba y una explosión de gritos y aullidos
surgía de sus gargantas, haciendo oscilar la araña de cuatro luces que pendía en
el centro del salón y empañando los espejos con un vaho caliente. Las manos se
extendían ávidamente hacia los grandes vasos llenos de vino, colocados encima de
las mesillas negras. Algunos se vaciaban el licor en la garganta, no bebían;
estaban dominados por el deseo de embriagarse pronto y perder la timidez y su
cordura, timidez y cordura que les impedían desatar toda la puerilidad y locura
que bullían en sus corazones. Pero poco a poco todo se iba andando, andando sin
prisa y cerca de la media noche ya el salón era una reunión de posesos que se
retorcían de embriaguez, bailaban a saltos, desdeñando el ritmo imperioso del
baile, gritaban, reían a gritos, abrazándose, llorando. Con las ropas en
desorden y mojadas de chorreaduras de licor, revueltas las apelmazadas
cabelleras, los rostros congestionados, las narices anhelantes y las bocas
llenas de una saliva clara que no podían controlar, rodaban al suelo, hipando.
Las mujeres se los llevaban a sus cuartos, vacilantes, los ojos vidriosos, mudos
como idiotas.
En medio de este derrumbe, una voluntad y un espíritu permanecían firmes: los de
doña María de los Santos. Sentada junto al piano en una amplia silla de paja,
desbordante de grasa y de trapos, contemplaba la barahúnda humana; ella no se
entusiasmaba, ella no reía, ella no bebía, no hacía otra cosa que cobrar lo que
se consumía. Sus ojos sin expresión controlaban el negocio; ni una gota de vino
se bebía o se derramaba sin que hubiese sido religiosamente pagada. Su mano
derecha bajaba y subía desde el brazo de la silla hasta el bolsillo de su
delantal, que poco a poco se hinchaba como un sapo, lleno de dinero.
Así se iba la noche...
***
Después de medianoche, el salón se despejó bastante; cuatro horas de baile y de
licor eran más que suficientes para derribar al más fuerte. Sin embargo, algunos,
cuyas cabezas sin duda eran de fierro o de madera, persistían aún; pero no
bailaban, bebían solamente, conversando entre ellos, tartajeando, riéndose y
profiriendo tremendas palabras. Las mujeres habían sido olvidadas; ellos no
venían por ellas, venían por beber, por embriagarse, y las utilizaban al
principio como un medio de lograr su objeto. Hasta el baile era para ellos un
pretexto para emborracharse. Sentadas, inclinaban ellas sus humildes cabezas,
esperando una nueva remesa de hombres que vinieran a buscar allí su
desequilibrio y su demencia alcohólica y a los cuales ayudarían en la tarea. Ese
era su papel. No existían allí como mujeres, simplemente como mujeres, sino como
medio de alcanzar esto o lo otro.
En la calle se oían gritos; los hombres que salían de la casa se quedaban
parados al borde de la acera, embotados, sin conciencia alguna; permanecían así
un instante, procurando darse cuenta del sitio y estado en que se encontraban, y
cuando al fin se orientaban, desaparecían gritando en la noche. Otros peleaban,
cayendo al suelo y sonando sordamente como sacos llenos de papas y de sandías.
Tres o cuatro dormían sobre los sofás del salón; inútiles fueron los gritos y
los remezones induciéndolos a despertar y retirarse. Sus camaradas, aburridos,
los habían abandonado y allí estaban, como si estuvieran fosilizados, pálidos,
recorridos de improviso por largos escalofríos que les hacían rechinar los
dientes.
La casa permaneció así, en silencio, durante largo rato. Las mujeres dormitaban;
los borrachos, ahítos ya y callados, no hacían ademán alguno de retirarse; ahí
estaban, sin saber por qué estaban allí, pues ya no sentían deseo de nada, ni de
beber, ni de bailar, ni de hablar. Se miraban entre sí, dirigiéndose forzadas e
inexplicables sonrisas. Pero de pronto, el obscuro patio se llenó de voces
claras, firmes, alegres. La dueña de casa, que no bebía, ni bailaba, ni dormía,
animó a las mujeres:
-Ya viene gente...
-Las mujeres, soñolientas y destempladas, se acercaron a la puerta. Una fila de
individuos penetró al salón. Al verlos, la patrona se encogió de hombros y dijo:
-La que faltaba, la palomilla.
Era, en efecto, la palomilla, la terrible y peligrosa palomilla; pero no la
formada por chiquillos vendedores de diarios, lustrabotas y raterillos, sino
otra muy distinta: la palomilla cuchillera, la fina palomilla, que mariposea en
la noche bajo la luz de los faroles suburbanos y desaparece al amanecer en los
zaguanes de los conventillos, la palomilla que roba cuando tiene ocasión de
hacerlo y mata cuando la dejan y cuando nadie la ve, y que, sin embargo, no es
ladrona ni asesina de profesión, faltándole audacia para lo primero y valor para
lo segundo, pues no es ni valiente ni audaz sino en la obscuridad y en la
soledad de las callejuelas apartadas.
La dueña de casa tenía razón al no recibirlos con agrado; la palomilla no es
generosa, puesto que es pobre de condición y miserable de espíritu; no es amable,
puesto que es brutal; no es tranquila, puesto que es maleante. Gastaban poco y
se divertían mucho, pero su diversión era fría como una daga y triste como una
máscara.
Eran seis hombres y los seis iban vestidos de una manera desaliñada y pobre.
Camisa sin cuello, gorra o sombrero, ropas lustrosas y deshilachadas; algunos
calzaban zapatos gastados y rotos, otros llevaban alpargatas; varios no tenían
chaleco.
Uno de ellos se acercó a la dueña de casa. Era un hombre como de veintiocho años,
alto y delgado, con movimientos de autómata en todo su cuerpo; los brazos le
colgaban fláccidamente de los enjutos hombros; tenía un rostro grande, huesudo,
lampiño, de color mate, linfático, sin expresión, de labios finos y descoloridos,
entre los cuales asomaban largos dientes verdosos. Todo él daba una fuerte
impresión de frialdad, que hacía encogerse a las mujeres como ante una culebra.
Se llamaba Atilio, apodado "El Maldito", es decir, el cuchillero sin valor.
-Buenas noches, misiá María -dijo, con una sonrisa que quería ser jovial-. ¿Cómo
le va?
-No tan bien como a vos. ¿Qué andan haciendo por acá?
-Venimos a visitarla; a divertirnos un ratito.
-¡Pero no vayan a pelear!
-No, somos gente tranquila...
-Sí, muy tranquila. ¿Cuántas veces han estado presos esos que vienen contigo?
Atilio se encogió de hombros y mostró sus dientes verdosos:
-Las cosas de misiá María... ¡Siempre tan tandera!
-Sí, no ves que yo no los conozco. ¿Cuándo saliste en libertad?
-El miércoles. Fíjese que me estaban echando la culpa de la muerte del Negro
Agustín. ¡Tanto tiempo que no lo veo!
-¡Tanto tiempo que no lo veo! El día antes que lo mataran estuvieron aquí con él.
-Je, je ¡Las cosas de misiá María!...
-Bueno, ¿van a tomar algo?
-Sí, unos diez vasitos de vino. Aquí está la plata.
Extendió la mano, mostrando en la palma de ella un arrugado y sucio billete de
diez pesos; pero la dueña de casa vaciló en tomarlos. A pesar de su avaricia,
era generosa con la palomilla, pero esta generosidad era solamente un cálculo;
regalándoles un poco de licor, se irían en cuanto lo terminaran, y como lo que
ella quería era que se fueran cuanto antes, raras veces les cobraba. Además, con
ello hacía méritos para que no le robaran. Por fin dijo:
-No, no me pagues; les regalo los diez vasos.
-Muchas gracias, señora María; siempre tan generosa con los pobres.
-Pero no peleen ni se roban nada.
-¡Cómo se le ocurre! No somos gente tragediosa...
-¡Hum!
Volvió a empezar la música y el baile; bailaban los palomillas en parejas,
animándose unos a otros con ásperos gritos y palmoteando las flacas manos, que
sonaban como delgadas tablas. Bailaban gravemente, dramáticamente, con una
expresión trágica en sus rostros demacrados; hacían la menor cantidad posible de
movimientos y sus piernas parecían pegadas unas a otras, de tal modo eran lentos
y breves sus pasos. Exigían que la letra de los cantos fueran tristes, que no
hablaran de amores alegres, ni de esperanzas sencillas; cuando las tocadoras no
les daban en el gusto, cantaban ellos, acompañándose del piano, con voz blanca,
sin tono, versos que parecían escritos en la cárcel o en el hospital: ¡Mi vida!
Solicito un imposible,
por un imposible muero;
imposible es olvidar
el imposible que quiero...
¡Ay, ay, ay! Y los que bailaban, al zapatear silenciosamente sobre la alfombra,
con movimientos arrastrados y sin moverse de un mismo lugar, parecían hacer un
agujero en el suelo.
Poco a poco se fueron animando. Al terminar de bailar, bebían moderadamente,
haciéndose guiños de inteligencia. No servían ni una gota a las mujeres; el
licor era para los hombres. Y ellas bailaban sin ganas, por obligación y por
temor. De aquellos hombres no se podía esperar amor, ni generosidad, ni siquiera
amabilidad; pero, tampoco había que olvidarlos o desairarlos, porque se podía
recibir de ellos algo más duro y para ellas más temibles: una bofetada o una
puñalada.
***
Una hora larga haría que aquellos seis hombres estaban allí, cuando penetró al
salón un nuevo grupo de individuos, la mayor parte de ellos vestidos de negro,
decentemente. La dueña de casa, que conocía a cada uno y a todos sus
parroquianos, comentó:
-¡Bah! Primero la palomilla y ahora los ladrones... Se juntó el hambre con las
ganas de comer...
Se habían reunido las dos ramas últimas de la fauna santiaguina: los palomillas
y los ladrones. Cuando éstos entraron, bailaban Atilio y uno de sus compañeros.
Los recién llegados se agruparon en la puerta del salón, observando y comentando.
-Son malditos. Fíjate cómo bailan.
-Ese que baila, el más alto, es el maldito Atilio.
-He estado preso con él en el mismo calabozo.
-Cuchillero fino.
-Pega a la mala, por detrás y a la segura...
Los otros, por su parte, hacían lo mismo:
-Son ladrones.
-Ese chico de bigotes es Tobías, el maletero.
-Ese alto es el Cabro Armando, llavero.
-Andan tomando.
-Vámonos -insinuó uno.
-¿Por qué? -interrogó Atilio, que terminaba de bailar-. ¿Qué nos pueden hacer
ellos que nosotros no les hagamos? Además, aquí se trata de divertirse y no de
pelear. Sigamos bailando...
Al ver a los ladrones, las mujeres palmotearon de contento. Para ellas el ladrón
es siempre más amable y más generoso que el palomilla; gasta cuanto tiene y
quiere que todos se alegren junto a él. Las mujeres los conocían bien y fueron
hacia ellos, olvidando a los otros. Pero la dueña de casa, que conocía muy bien
el carácter de unos y otros, intervino:
-No dejen solos a los niños; hay que atender a todos.
Las mujeres se rebelaron:
-¡Qué, esos rotos! Ni las gracias le dan a una cuando terminan de bailar, ni un
traguito le sirven. Palomilla y basta...
Los ladrones pidieron una considerable cantidad de licor y pagaron en el acto.
La zalagarda empezó de nuevo, pero ahora estruendosamente, con ímpetu renovador;
los ladrones bailaban y cantaban, gritando con aturdimiento, riendo, cortejando
a las mujeres, bromeando entre ellos. Eran muy buenos camaradas que se divertían
juntos durante un momento, sin importarles el momento siguiente, que para ellos
era siempre desconocido.
Entretanto, los palomillas quedaron olvidados en un rincón, bebiendo en silencio
y mirando a mujeres y hombres con ojos de rencor. Hicieron dos o tres tentativas
para que las mujeres bailaran nuevamente con ellos, pero no lo consiguieron;
contestaban:
-Estoy tan cansada.
-Otro ratito...
-Estoy comprometida.
Se daban aires de señoritas. El maldito Atilio, que recibió una contestación
semejante, apretó los dientes y se puso más pálido; los labios se le pusieron
más delgados. Murmuró:
-Bueno está...
-Y volviendo hacia su asiento, dijo a sus compañeros:
-Afírmense, ñatos, porque de aquí alguien va a salir para los mármoles de la
Morgue.
Los demás, que no tenían el avezamiento y la destreza de su camarada, se
pusieron nerviosos, palpando inconscientemente los mangos de sus cuchillas,
esperando el instante de la riña. Éste no se hizo esperar. En un salón lleno de
hombres y mujeres de esa calaña, no había de faltar. Una de las mujeres, al
terminar de bailar y desorientada por el griterío y el baile, equivocó la mesa
de los ladrones con la de los palomillas y tomó un vaso, bebiendo un trago de
vino; pero apenas había realizado este último movimiento, advirtió su error y
miró hacia los maleantes. Doce ojos la miraban fijamente. Quiso pedir disculpas,
pero antes de que lograra pronunciar una palabra recibió un insulto y un empujón
que la estrelló violentamente contra uno de los ladrones. Y el maldito Atilio,
de pie junto a la mesa, le gritó:
-¿Tenemos cara de tontos nosotros o crees que venimos aquí a regalarte el vino?
Miren que niña...
La mujer, furiosa, contestó:
-¡Palomilla, maldito!
-¿Y qué más me sacas? -preguntó Atilio con sorna.
-¡Cobarde!
-¿Y qué más?
Un insulto brutal rebotó contra el rostro de madera de Atilio y éste marchó
impetuosamente contra la mujer, levantando el brazo. Pero en ese instante un
hombre se interpuso entre los dos. Era un hombre de baja estatura, pero grueso y
musculoso, lleno de vivacidad y resolución en sus movimientos; su rostro moreno
lucía un bigotillo negro y rizoso; los ojos eran grandes y llenos de fuego. Un
diente de oro le relumbraba en la sonrisa, haciéndola más viva. Era la antítesis
del maldito Atilio, frío y estirado como una raíz marina. Detuvo al maldito
poniéndole una mano en el pecho y haciéndole retroceder.
-¿Qué pasa? -preguntó éste, asombrado.
-¡Eso es lo que digo yo, señor! ¿Qué pasa? -contestó el otro- ¿Para qué tanta
bulla por un poco de vino? Yo se lo devolveré si tanta falta le hace y tanto lo
siente. Tome...
Fue hacia la mesa y cogiendo dos vasos llenos de vino los colocó en la mesa de
Atilio.
-Ahí tiene su vino; no llore.
Atilio se encogió como un gusano al ser tocado:
-¿Y quién le mete a usted en lo que no le importa?
-Me meto porque soy capaz de meterme. ¿O cree que el único capaz aquí es usted?
Psché, qué niñito...
El tono del ladrón era agresivo y duro. Los demás presenciaban la escena sin
intervenir, sorprendidos, tan rápido era el desarrollo de ella y tan enérgico su
contenido. Estaban separados los dos grupos de hombres, y las mujeres, al fondo
del salón, arrumadas al piano, parecían una parvada de pollos asustados. La
patrona salió hacia el patio y desde allí observaba los acontecimientos, pronta
a llamar a la policía.
-Pero Atilio, agachado, con los hombros encogidos, estiraba los brazos y abría
las manos en un gesto de sorpresa:
-Bueno, pues señor, ¿qué le digo yo? Así será, pues...
Pero el otro no se dejaba engañar.
-No, no se encoja de hombros. Si yo le conozco... En cuanto me dé vuelta usted
se me va a echar encima; pero a mí no, hermanito. Si es brujo me va a pegar por
detrás; si no, no.
-¿Y con qué le voy a pegar yo?
-¿Con qué me va a pegar? Con su cuchilla, que la tiene en la cintura o debajo
del brazo... Sáquela, ¿qué espera?
-Cuchilla... ¿De dónde saco yo cuchilla?
-Bueno, basta... Sigamos bailando -intervino uno de los compañeros del ladrón.
-Bailemos -contestó él. La tocadora se sentó al piano y empezó a tocar
desmañadamente, sin quitar los ojos del espejo; las mujeres se rehicieron y la
dueña de casa volvió al salón. Le parecía que el asunto había terminado. Sin
embargo...
Tobías, el ladrón, que no quitaba ojo de las manos del maldito, quiso probarlo y
se dio vuelta, dándole la espalda, pero observándole por el espejo; Atilio, que
no esperaba sino este movimiento para proceder a su modo, sin sospechar que era
una trampa que se le tendía, levantó rápidamente la mano hacia la axila del
brazo izquierdo; pero Tobías se dio vuelta y se lanzó contra él, sujetándole el
brazo derecho.
-¡Qué va a hacer, señor, que va a hacer!
-¡Suélteme! -gritó el otro, forcejeando, rabioso por haber sido sorprendido.
-¡Suéltese usted solo, si es capaz!
Pero el maldito se esforzaba inútilmente por soltarse; el ladrón lo tenía sujeto
con mano de hierro. Tobías era mucho más bajo de estatura que Atilio, siendo, en
cambio, más fuerte; su rostro enrojeció con el esfuerzo, mientras que el de
Atilio empalidecía. La dueña de casa volvió a salir al patio y se fue
directamente a la puerta. El asunto ya no tenía arreglo; alguien iba a quedar
tirado en el suelo. De pronto, haciendo un violento esfuerzo, el maldito logró
deslizar un poco el brazo y su mano apareció empuñando una cuchilla. Uno de los
palomillas, más nervioso o más decidido que los otros, se lanzó hacia Tobías,
pero recibió un puñetazo que lo derribó sordamente sobre la alfombra. Y el
agresor, saltando al medio del salón y sacando una daga, gritó:
-Ya, Tobías, suéltalo, que yo lo afirmo.
Sin soltar el brazo derecho de Atilio, el ladrón dio un puñetazo en el rostro de
su contrincante, empujándolo, al mismo tiempo que lo soltaba; luego saltó hacia
atrás y gritó:
-¡Pásamela!
Recibió el arma e hizo frente a Atilio que se le venía encima, parándolo con un
movimiento de su daga. Las mujeres salieron gritando.
-¡Y ahora, compadre Atilio, encomiéndese a su madre, porque usted no le volverá
a pegar a nadie a la mala! -gritó Tobías.
Atilio tuvo miedo. Tenía costumbre de manejar cuchilla, pero no en esa forma y
frente a un hombre apasionado como aquel; sin embargo, el hecho era inevitable y
si no hería y mataba pronto, sería él el herido o el muerto. Se recogió sobre sí
mismo y ocultó su arma bajo el sombrero, mostrando solamente la punta de ella
asomada bajo el ala.
Los demás se dispusieron a pelear igualmente. Con los dientes y los puños
apretados se miraban con rabia, dirigiéndose preguntas breves y agresivas:
-¿Y qué, pues, y qué?
-¿Y qué?
-¡Sácala!
-Sácala vos primero...
Un brazo volteó en el aire y los espejos recogieron un reflejo metálico. Tobías
sorteando la puñalada, avanzó resueltamente, acercándose a Atilio, y en el
momento en que éste echaba el brazo hacia atrás, su mano estiró el brazo, lo
recogió y lo volvió a estirar y las dos veces su arma encontró el cuerpo del
maldito. Atilio se encogió, cayendo pesadamente al suelo. Más pálido y demacrado
que nunca, sus ojos miraban hacia un punto lejano. Tobías gritó:
-Tan diablo y tan maldito que eres y por dos chuzacitos que te pegué ya te estás
muriendo...
Se oyó una voz de mujer que gritaba:
-¡La policía!
Uno de los ladrones cogió una silla y dio un fuerte golpe a la araña; se
apagaron las luces y en la obscuridad nadie supo lo que pasó.
Cuando la policía, precedida de la dueña de casa, entró al salón, encontró en el
suelo al maldito Atilio que se desangraba copiosamente y en los sillones a tres
borrachos que dormían a pierna suelta. Los demás habían desaparecido.
Así terminó, en la casa de doña María de los Santos, aquella noche de canto y
baile.
El colocolo
Manuel Rojas
Negra y fría era la noche en torno y encima del rancho de José Maria Pincheira,
uno de los últimos del fundo Los Perales. Eran ya más de las nueve y hacía rato
que el silencio, montado en su macho negro, dominaba los caminos que dormían
vigilados por los esbeltos álamos y los copudos boldos. Los queltehues gritaban,
de rato en rato, anunciando lluvia, y algún guairao perdido dejaba caer,
mientras volaba, su graznido estridente. Dentro del rancho la claridad era muy
poco mayor que afuera y la única luz que allí brillaba era la de una vela que se
consumía en una palmatoria de cobre. En el Centro del rancho había un brasero y
alrededor de él dos hombres emponchados. Sobre las encendidas brasas se veía una
olla llena de vino caliente, en el cual uno de los emponchados, José Manuel,
dejaba caer pequeños trozos de canela y cáscaras de naranjas.
-Esto se está poniendo como caldo -murmuró José Manuel.
-Y tan oloroso... Déjame probarlo -dijo su acompañante.
-No, todavía le falta, Antuco.
-¡Psch! Hace rato que me está diciendo lo mismo. Por el olorcito, parece que ya
está bueno.
-No. Acuérdese que tenemos que esperar al compadre Vicente y que si nos ponemos
a probarlo, cuando él llegue no habrá ni gota.
-¡Pero tantísimo que se demora!
-Pero si no fue allí no más, pues, señor. Tenía que llegar hasta los potreros
del Algarrobillo, y arreando. Por el camino, de vuelta, lo habrán detenido los
amigos para echar un traguito.
-Sí, un traguito... Mientras el caballero le estará atracando tupido al mosto,
nosotros estamos aquí escupiendo cortito con el olor.
-Déjame probarlo, José Manuel.
-Bueno, ya está, condenado; me la ganaste. Toma.
Metió José Manuel un jarrito de lata en la olla y lo sacó chorreando de oloroso
y humeante vino, que pasó a su amigo, el cual, atusándose los bigotes, se
dispuso a beberlo. En ese instante se sintió en el camino el galope de un
caballo; después, una voz fuerte dijo:
-¡Compadre José Manuel!
-¡Listo! -gritó Pincheira, levantándose, y en seguida a su compañero-: ¿No te
dije, porfiado, que llegaría pronto?
-Que llegue o no, yo no pierdo la bocarada.
Y se bebió apresuradamente el vino, quemándose casi.
Frente a la puerta del rancho, el campero Vicente Montero había detenido su
caballo.
-Baje pues, compadre.
-A bajarme voy...
Desmontó. Era un hombre alto, macizo, con las piernas arqueadas, vestido a
usanza campesina.
-Entre, compadre; lo estoy esperando con un traguito de vino caliente.
-¡Ah, eso es muy bueno para matar el bichito! Aunque ya vengo medio caramboleado.
En casa del chico Aurelio, casi me atoraron con vino.
Avanzó a largos y separados pasos, haciendo sonar sus grandes espuelas,
golpeándose las polainas con la gruesa penca. A la escasa luz de la vela se vio
un instante el rostro de Vicente Montero, obscuro, fuerte, de cuadrada barba
negra. Después se hundió en la sombra, mientras los largos brazos buscaban un
asiento.
-Está haciendo frío.
-Debe estar lloviendo en la costa.
-Bueno, vamos a ver el vinito.
-Sirve, Antuco.
Llenó Antonio el jarrito y se lo ofreció a Vicente. Éste lo tomó, aspiró el vaho
caliente que despedía el vino, hizo una mueca de fruición con la nariz y empezó
a bebérselo a sorbitos, dejando escapar gruñidos de satisfacción.
-Esto está bueno, muy bueno. Apuesto que fue Antuco el que lo hizo. Es buenazo
para preparar mixturas. Creo que se ha pasado la vida en eso.
-No -protestó Pincheira-. lo hice yo, y si no fuera porque lo cuidé tanto,
Antuco lo habría acabado probándolo.
Rió estruendosamente Vicente Montero. Devolvió el jarrito y Antonio lo llenó de
nuevo, sirviéndole esta vez a José Manuel.
-Bueno, cuenta. ¿cómo te fue por allá?
-Bien; dejé los animales en el potrero y después me entretuve hablando con las
amistades.
-¿Cómo está la gente?
-Todos alentados... ¡Ah, no! Ahora que me acuerdo, hay un enfermo.
-¿Quién?
-Taita Gil. Pobre viejo, se va como un ovillo.
-¿Y qué tiene?
-¡Quién sabe! Allá dicen que es el colocolo el que lo está matando, pero para mí
que es pensión. ¡Le han pasado tantas al pobre viejo, y tan seguidas!
-Bien puede ser el colocolo.
-¡Qué va a ser, señor! Oye, Antuco, pásame otro traguito...
Volvió a circular el jarro lleno de vino caliente.
-¿Tú no crees en el colocolo?
-No, señor, cómo voy a creer. Yo no creo más que en lo que se ve. Ver para creer,
dijo Santo Tomás. ¿Quién ha visto al colocolo? Nadie. Entonces no existe.
-Psch! ¿Así que tú no crees en Dios?
-Este... No sé, pero en el colocolo no creo. ¿Quién lo ha visto?
-Yo lo he visto -afirmó José Manuel.
-Sí, con los ojos del alma... ¡Son puras fantasías, señor! Las ánimas, los
chonchones, el colocolo, la calchona, las candelillas... Ahí tienes tú: yo creo
en las candelillas porque las he visto.
-¡No estés payaseando! -exclamó asustado Antonio.
-Claro que las vi.
-A ver, cuenta.
-Se lo voy a contar... Oye, Antuco, pásame otro trago.
-¡Así tan seguido se pierde el tañido!
-¿No lo hicieron para tomar? Tomémoslo, entonces.
José Manuel y Antonio se echaron a reír.
-¡Este diablo tiene más conchas que un galápago!
-Bueno, cuenta...
-Espérense que mate este viejo.
Se bebió el último sorbo que quedaba en el jarro, lanzó un sonoro ¡ah! y dijo:
-Cuando yo era muchachón, tendría unos diecinueve años, fui un día a la ciudad a
ver a mi tío Francisco, que tenía un negocio cerca de la plaza. Allá se me hizo
tarde y me dejaron a comer. Después de comida, cuando me vieron preparándome
para volver a casa, empezaron a decirme que no me viniera, que el camino era muy
solo y peligroso y la noche estaba muy obscura. Yo, firme y firme en venirme,
hasta que para asustarme me dijeron:
-No te vayas, Vicente; mira que en el potrero grande están saliendo candelillas...
-¿Están saliendo candelillas? Mejor me voy; tengo ganas de ver esos pajaritos.
Total, me vine. Traía mi buen cuchillo y andaba montado. ¿Qué más quiere un
hombre? Venía un poco mareado, porque había comido y tomado mucho, pero con el
fresco de la noche se me fue pasando. Eché una galopada hasta la salida del
pueblo y desde ahí puse mi caballo al trote. Cuando llegué al potrero grande,
tomé el camino al lado de la vía, al paso. Atravesé el río. No aparecían las
candelillas. Entonces, creyendo que todas eran puras mentiras, animé el paso del
caballo y empecé a pensar en otras cosas que me tenían preocupado. Iba así,
distraído, al trote largo, cuando en esto se para en seco el caballo y casi me
saca librecito por las orejas. Miré para adelante, para ver si en el camino
había algún bulto, pero no vi nada. Entonces le pegué al caballo un chinchorrazo
con la penca en el cogote, gritando:
-¿Qué te pasa, manco del diablo?
Y le aflojé las riendas. El caballo no se movió. Le pegué otro pencazo. Igual
cosa. Entonces miré para los costados, y vi, como a unos cien pasos de distancia,
dos luces que se apagaban y encendían, corriendo para todos lados. Allí no había
ningún rancho, ninguna casa, nada de donde pudiera venir la luz. Entonces dije:
“Estas son las candelillas”.
-¿Las candelillas? -preguntó Antonio.
-Las candelillas... Pásame otro trago, por preguntón... Como el caballo era un
poco arisco, no quise apurarlo más. Me quedé allí parado, tanteándome la cintura
para ver si el cuchillo saldría cuando lo necesitara, y mirando aquellas luces
que se encendían y se apagaban y corrían de un lado para otro, como queriendo
marearme. No se veía sombra ni bulto alguno... De repente las luces dejaron de
brillar un largo rato y cuando yo creí que se habían apagado del todo,
aparecieron otra vez, más cerca de lo que estaban antes. El caballo quiso
recular y dar vuelta para arrancar, pero lo atrinqué bien. Otro rato estuvieron
las luces encendiéndose y apagándose y corriendo de allá para acá. Se apagaron
otra vez sin encenderse un buen momento, y aparecieron después más cerca. Así
pasó como un cuarto de hora, hasta que acostumbrándome a mirar en la obscuridad,
empecé a ver un bulto negro, como una sombra larga, que corría debajo de las
luces... “Aquí está la payasada”, me dije.
Y haciéndome el leso, principié a desamarrar uno de los pesados estribos de
madera que llevaba; lo desaté y me afirmé bien la correa en la mano derecha. Con
la otra mano agarré el cuchillo, uno de cacha negra que cortaba un pelo en el
aire, y esperé.
Poco a poco fueron acercándose las luces, siempre corriendo de un lado para otro,
apagándose y encendiéndose. Cuando estuvieron como a unos cuarenta pasos, ya se
veía bien el bulto; parecía el de una persona metida dentro de una sotana. Lo
dejé acercarse un poquito más y de repente le aflojé las riendas al caballo, le
clavé firmes las espuelas y me fui sobre el bulto, haciendo girar el estribo en
el aire y gritando como cuando a uno se le arranca un toro bravo del pillo: ¡Allá
va, allá va valla valla vallaaaaa!
El bulto quiso arrancar, pero yo iba como celaje. A quince pasos de distancia
revoleé con fuerzas el estribo y lo largué sobre el bulto. Se sintió un grito y
la sombra cayó al suelo. Desmonté de un salto y me fui sobre el que había caído,
lo levanté con una mano y zamarreándolo, mientras lo amenazaba con el cuchillo,
le grité:
-¿Quién eres tú? ¡Habla!
No me contestó, pero se quejó. Lo volví a zamarrear y a gritar, y entonces sentí
que una voz de mujer, ¡de mujer, compadre! me decía:
-No me hagas nada, Vicente Montero...
-¿Era una mujer?
-¡Una mujer, compadrito de mi alma! Y yo, bruto, le había dado un estribazo como
para matar un burro. Pásame otro trago, Antuco. Al principio no me di cuenta de
quién era, pero después, al oírla hablar más, vine a caer: era una mujer
conocida de la casa, que tenía tres hijos y a quien se le había muerto el marido
tres meses atrás. Le pregunté qué diablos andaba haciendo con esas luces, y
entonces me contó que lo hacía para ganarse la vida. porque como la gente era
tan pobre por allí, no tenía a quién trabajarle y no quería irse para la ciudad
y dejar abandonados a sus niños. En vista de todo esto, había resuelto ocuparse
en eso.
-¡La media ocupación que había encontrado!
-Se untaba las manos con un menjunje de fósforos y azufre que se las ponía
luminosas y salía en el potrero a asustar a los que pasaban, abriendo y cerrando
las manos y corriendo para todos lados. Algunos se desmayaban de miedo; entonces
ella les sacaba la plata que llevaban y se iba... Total, después que se animó y
se sacó la sotana en que andaba envuelta, la subí al anca y la traje para el
pueblo... Y desde entonces, hermano Juan de Dios, cuando me hablan de ánimas y
de aparecidos, me río y digo: ¡Vengan candelillas, ánimas y fantasmas, teniendo
yo mi estribo en la mano! Sírveme otro traguito. Antuco...
-¡Pero, hombre, te lo has tomado casi todo vos solo!
-¿Pero no lo habían hecho para mí?
-Ahí tienes tú, Vicente; yo no creo mucho en ánimas, pero en el colocolo, sí. Mi
padre murió de eso.
-Sería alguna enfermedad -dijo Vicente, desperezándose-. Me está dando sueño con
tanto vino y tantos fantasmas. ¡Ah! -bostezó.
-Y te voy a contar cómo fue, sin quitarle ni ponerle nadita.
-Cuenta, cuenta.
-Hasta los cuarenta y cinco años, mi padre fue un hombre robusto, bien plantado,
macizote. Cuando esto pasó, yo tendría unos diecinueve años. Vivíamos en Talca,
cerca de la estación. Un día, por éstas y por las otras, mi padre decidió que
nos cambiáramos a otra casa, a una que estaba al lado del presidio. La casa era
de adobe, grande, aunque muy vieja; pero nos convenía el cambio, porque
andábamos un poco atrasados. Cuando nos estábamos cambiando, vino una viejita
que vivía cerca y le dijo a mi padre:
-Mira, José María, no te vengas a esta casa. Desde que murió aquí el zambo
Huerta. nadie ha podido vivir en ella sin tener alguna desgracia en la familia.
La casa está apestada; tiene colocolo.
Mi padre se rió con tamaña boca. ¡Colocolo! Eso estaba bueno para las viejas y
para asustar a los chiquillos, pero a los hombrecitos como él no se les contaban
esas mentiras.
-No tenga cuidado, abuela; en cuanto el colocolo asome el hocico, lo hago ñaco
de un pisotón.
Se fue la veterana, moviendo la cabeza, y nosotros terminamos la mudanza. La
casa era muy sucia, había remillones de pulgas y las murallas estaban llenas de
cuevas de ratones... En el primer tiempo no sucedió nada, pero, a poco andar, mi
padre empezó a toser y a ponerse pálido; se fue enflaqueciendo y en la mañana
despertaba acalorado. De noche tosía tan fuerte que nos despertaba a todos. Le
dolía la espalda y sentía vahídos.
-¿Qué diablos me está dando? -decía.
Mi madre le preparó algunos remedios caseros y le daba friegas. No mejoraba nada.
-¿Por qué no ves un médico, José María? -le decía mi madre.
-No, mujer, si esto no es nada. Debe ser el garrotazo el que me ha dado...
Pasará pronto.
Pero no pasaba; al contrario, empeoraba cada día más. Después le vino fiebre y
un día echó sangre por la boca. Se quejaba de dolores en la espalda y en los
brazos. No pudo ir a trabajar. Una noche se acostó con fiebre. Como a las doce,
mi madre, que dormía cerca de él, lo sintió sentarse en la cama y gritar:
-¡El colocolo! ¡El colocolo!
-¿Qué te pasa, José María? -le preguntó mi madre llorando.
-¡El colocolo! ¡Me estaba chupando la saliva!
Nos levantamos todos. Mi padre ardía en fiebre y gritaba que había sentido al
colocolo encima de su cara, chupándole la saliva. Esa noche nos amanecimos con
él. Al otro día llamamos un médico, lo examinó y dijo que había que darle éstos
y otros remedios. Los compramos, pero mi padre no los quiso tomar, diciendo que
él no tenía ninguna enfermedad y que lo que lo estaba matando era el colocolo. Y
el colocolo y el colocolo y de ahí no lo sacaba nadie.
-¡Y dale con el colocolo! -murmuró Vicente Montero.
-Se le hundieron los ojos y las orejas se le pusieron como si fueran de cera.
Tosía hasta quedar sin alientos y respiraba seguidito.
-No me dejen solo -decía-. En cuanto ustedes se van y me empiezo a quedar
dormido, viene el colocolo. Es como un ratón con plumas, con el hocico bien
puntiagudo. Se me pone encima de la boca y me chupa la saliva. No le he podido
agarrar, porque en cuanto quiero despertar se deja caer al suelo y lo veo cuando
va arrancando. ¡No me dejen solo, por Diosito!
En la casa estábamos con el alma en un hilo, andábamos despacito como fantasmas
y no sabíamos qué diablos hacer. ¡No es broma ver que a un hombre tan fuerte
como un roble se lo lleva la Pelada sin decir ni ¡ay!
Y así, hasta que mi padre pidió que llamáramos a la viejecita que le había
aconsejado que no nos fuéramos a esa casa. Fuimos a buscar a la señora, vino, y
cuando vio el estado en que se encontraba mi padre, le dijo:
-¿No te dije, José María Pincheira, que no te vinieras a esta casa, que había
colocolo?
-Sí, abuelita, tenía razón usted... Pero ¿qué se puede hacer ahora?
-Ahora, lo único que se puede hacer es aguaitar al colocolo en qué cueva vive; a
veces se sabe por el ruido que hace; se queja y llora como una guagua1 recién
nacida. Cuando no grita, para encontrarlo hay que espolvorear el suelo con harta
harina, echándola de modo que no quede ninguna huella encima. Al otro día se
busca en la harina el rastro del colocolo y una vez que se ha dado con la cueva,
se la llena de parafina mezclada con agua bendita... Con esto no vuelve nunca
más.
¿Es un ratón el colocolo? -preguntó mí madre.
-No, mi señora, parece un ratón y no lo es; parece un pájaro y no es pájaro;
llora como una guagua y no es guagua; tiene plumas y no es ave.
-¿Qué es, entonces?
-Es... el colocolo. Nace del huevo huero de una gallina. Cuando se deja
abandonado un huevo así, sin hacerlo tiras, viene una culebra, se lo lleva y lo
empolla; cuando nace, le da de mamar y le enseña a chupar la saliva de las
personas que duermen con la boca abierta.
Se fue la señora, dejándonos más asustados de lo que estábamos antes. Esa noche
llenamos de harina todo el piso de la pieza, desparramándola de adentro para
afuera, de modo que no quedara rastro alguno. Mi hermano Andrés y yo nos
tendimos en la puerta, de guardia, armados de piedras y palos, listos para
entrar cuando mi padre llamara. Conversando y fumando, nos quedamos dormidos. A
medianoche nos despertó el grito de mi padre:
-¡El colocolo! ¡El colocolo!
Entramos y no hallamos al dichoso bicho. Buscamos las huellas, pero había tantas,
que nos salió lo mismo que si no hubiera ninguna. En todas las bocas de las
cuevas había huellas de entradas y salidas de ratones. ¿Cómo íbamos a saber
cuáles eran las del colocolo?
Al otro día se repitió la pantomima. Mi padre estaba muy mal, tosía y tenía una
fiebre de caballo. Más o menos a la misma hora de la noche anterior, sentimos
que se quejaba como una persona que no puede respirar. Escuchamos y oímos como
un gemido de niño chico. De repente mi padre se sentó en la cama y dio un grito
terrible. Entramos corriendo y vimos al colocolo; iba subiendo por la muralla
hacia el techo.
-¡Allá va, Andrés, mátalo!
Mi hermano, que estaba del lado en que el animal iba subiendo, le dio un
peñascazo con tanta puntería, que le pegó medio a medio del espinazo. Se sintió
un grito agudo, como de mujer, y el colocolo cayó en un rincón. Si lo hubiéramos
buscado en seguida, tal vez lo habríamos encontrado, pero con el miedo que
teníamos y con lo que nos demoramos en tomar la luz, el colocolo desapareció,
dejando rastros de sangre a la entrada de una cueva.
En la mañana murió mi padre. Vino el médico y dijo que había muerto de la
calientita, que la casa estaba infectada y que nos debíamos cambiar de ahí.
Después que enterramos al viejo, hicimos una excavación en la cueva en que se
había metido el colocolo, pero no encontramos nada. La cueva se comunicaba con
otra.
Nos fuimos de la casa y un mes después, en la noche, volvimos mi hermano Andrés
y yo y le prendimos fuego. Y dicen que cuando la casa estaba ardiendo, en medio
de las llamas se sentía el llanto de un niñito...
Terminó su narración José Manuel Pincheira y en el instante de silencio que
siguió a su última palabra se oyó un suave ronquido. Vicente Montero se había
dormido.
-Se durmió el compadre.
-Debe estar cansado... y borracho.
-¡Eh! -le gritó José Manuel, dándole un golpe con la mano.
Dormido como estaba y medio borracho, el empujón hizo perder el equilibrio a
Vicente Montero, que osciló como un barril, inclinándose hacia atrás. Alcanzó a
enderezarse y saltó a un lado gritando:
-¡Epa, compadre!
-¿Qué le pasa, señor? -le preguntó irónicamente Antonio.
-¡Por la madre! Estaba soñando que un colocolo más grande que un ternero me
estaba chupando la saliva como quien toma cerveza cuando tiene sed.
Se rieron José Manuel y Antonio. Vicente, desperezándose, dijo:
-Ya debe ser muy tarde.
Buscó en todos sus bolsillos, diciendo:
-¿Dónde está mi reloj?
-¿Tienes reloj, Vicente? Andas muy en la buena.
-Si, tengo un reloj que le compré al mayordomo. Aquí está.
Y sacó un descomunal reloj Waltham.
-¡Ja, ja! Ese no es un reloj, pues, señor... Eso es una piedra de moler. ¡Una
callana!
-Sí, ríanse, no más... Este es un reloj macuco. Anda mejor que el de la iglesia.
Cuando el de la iglesia da las doce, el mío hace ratito que las ha dado Me sirve
muchísimo. Estuve como un año juntando plata para comprarlo. No lo dejo ni de
día ni de noche. Cuando me acuesto lo cuelgo en la cabecera y le digo: Mañana a
las seis, ¿no? Y a las seis en punto despierto. No lo cambio ni por un caballo
con aperos de plata... Ya son las once y media. Me voy.
Se despidieron los amigos y después de dos tentativas para montar, Vicente
Montero montó y se fue. Dejó que su caballo marchara al trote, abandonándose a
su suave vaivén. Tenía sueño, modorra; el alcohol ingerido se desparramaba
lentamente por sus venas, produciéndole una impresión de dulce cansancio.
Inclinó la cabeza sobre el pecho y empezó a dormitar, aflojando las riendas al
caballo, que aumentó su carrera. Insensiblemente se fue durmiendo, deslizándose
por una pendiente suavísima. De pronto apareció ante sus ojos, en sueños, un
enorme ratón con ojos colorados y ardientes que empezó a correr delante del
caballo. Corría, corría, dándose vuelta de trecho en trecho para mirarlo con sus
ojos ardientes. Después se paró ante el caballo y dando un salto se colocó sobre
la cabeza del animal, desde donde empezó a mirarlo fijamente. Era un ratón
horrible, con pequeñas plumas en vez de pelos, la cabeza pelada y llena de sarna
y el hocico puntiagudo, en medio del cual se movía una lengua roja y fina como
la de una culebra. Mucho rato estuvo allí, mirándolo sin cerrar los ojos, hasta
que dando un chillido saltó y quedó colgando de la barba de Vicente Montero.
¡Eh! -gritó éste angustiosamente, tirando con todas sus fuerzas de las riendas.
Detenido bruscamente en su carrera, el caballo dio un fuerte bote hacia el
costado y Vicente Montero, después de dar una vuelta en el aire, cayó de cabeza
al suelo. La violencia del golpe y el estado de semiembriaguez en que se
encontraba, hicieron que se desvaneciera. Rezongó unas palabras y allí quedó,
medio desmayado y medio dormido.
Así estuvo largo rato... Después despertó, sintió un escalofrío, se restregó los
ojos y miró a su alrededor, atontado. Vio a su caballo, unos pasos más adelante,
mordisqueando unas hierbas.
-¿Qué diablos me habrá pasado?
El aire y el sueño le habían avivado la borrachera. Se puso de rodillas,
tiritando, procurando explicarse la causa de su estada en ese sitio y en esa
postura. Recordó algo, muy vagamente: el colocolo, un hombre que se había muerto
porque se le había acabado la saliva, una vieja que echaba harina en el suelo, y
un ratón con ojos colorados, sin saber si todo eso lo había soñado o le había
sucedido.
Se afirmó en una mano para levantarse, y al ir a hacerlo, miró hacia el suelo.
Allí vio algo que lo dejó inmóvil. A un metro de distancia, entre el pasto alto,
un ojo claro y brillante lo miraba fijamente.
-Esta sí que es grande -murmuró, volviendo a caer de rodillas y mirando asustado
aquel ojo amenazante. Recordó entonces el horrible ratón de ojos ardientes que
había visto o soñó ver. Hizo: ¡Chis! queriendo espantar a aquel ojo fijo, pero
éste continuó mirándolo. Si hubiera tenido la estribera. De pronto se estremeció
de alegría: recordó que en el sueño, o en lo que fuera, alguien había muerto un
colocolo de un peñascazo.
-Espérate, no más... ¡colocolo conmigo!
Tanteó en el suelo, buscando una piedra; encontró una de tamaño suficiente como
para aplastar media docena de colocolos, y calculando bien la distancia la lanzó
hacia aquel ojo luminoso y fijo, gritando:
-¡Toma! Se sintió un leve chirrido y él saltó hacia adelante, estirando la mano
hacia el supuesto colocolo. Cogió algo frío y lleno de pequeñas puntas afiladas.
Sintió un escalofrío de terror y lanzó violentamente hacia arriba lo que había
tomado; en el momento de hacerlo, sin embargo; recordó algo que le era familiar
al tacto en la forma y en la frialdad. Estiró la mano y recogió el objeto que
descendía. Lo acercó a sus ojos y vio algo que le hizo darse un golpe de puño en
el muslo, al mismo tiempo que gritaba con rabia:
-¡Por la misma remadre! ¡Mi reloj Waltham!
FIN
1. Guagua: "Nene, niñito, bebé" (en el sur de Sur América).
El rapto del sol
Baldomero Lillo
Hubo una vez un rey tan poderoso que se enseñoreó de toda la Tierra. Fue el
señor del mundo. A un gesto suyo millones de hombres se alzaban dispuestos a
derribar las montañas, a torcer el curso de los ríos o exterminar una nación.
Desde lo alto de su trono de marfil y oro, la Humanidad le pareció tan mezquina
que se hizo adorar como un dios y estatuyó su capricho como única y suprema ley.
En su inconmensurable soberbia creía que todo en el Universo estábale
subordinado, y el férreo yugo con que sujetó a los pueblos y naciones, superó a
todas las tiranías de que se guardaba recuerdo en los fastos de la historia. Una
noche que descansaba en su cámara tuvo un enigmático sueño. Soñó que se
encontraba al borde de un estanque profundísimo, en cuyas aguas, de una
diafanidad imponderable, vio un extraordinario pez que parecía de oro. En
derredor de él y bañados por el mágico fulgor que irradiaban sus áureas escamas,
pululaban una infinidad de seres: peces rojos que parecían teñidos de púrpura,
crustáceos de todas formas y colores, rarísimas algas e imperceptibles átomos
vivientes. De pronto, oyó una gran voz que decía:
-¡Apoderaos del radiante pez y todo en torno suyo perecerá!
El rey se despertó sobresaltado e hizo llamar a los astrólogos y nigromantes
para que explicasen el extraño sueño. Muchos expresaron su opinión, mas ninguna
satisfacía al monarca hasta que, llegado el turno al más joven de ellos, se
adelantó y dijo:
-¡Oh, divino y poderoso príncipe!, la solución de tu sueño es ésta: el pez de
oro es el sol que desparrama sus dones indistintamente entre todos los seres.
Los peces rojos son los reyes y los grandes de la Tierra. Los otros son la
multitud de los hombres, los esclavos y los siervos. La voz que hirió vuestros
oídos es la voz de la soberbia. Guardaos de seguir sus consejos porque su
influjo os será fatal.
Calló el mago, y de las pupilas del rey brotó un resplandor sombrío. Aquello que
acababa de oír hizo nacer en su espíritu una idea que, vaga al principio, fue
redondeándose y tomando cuerpo como la bola de nieve de la montaña. Con ademán
terrible se echó sobre los hombros el manto de púrpura y llevando pintada en el
rostro la demencia de la ira, subió a una de las torres de su maravilloso
alcázar. Era una tibia mañana de primavera. El cielo azul, la verde campiña con
sus bosques y sus hondonadas, los valles cubiertos de flores y los arroyos
serpenteando en los claros y espesuras, hacían de aquel paisaje un conjunto de
una belleza incomparable. Mas el monarca nada vio: ningún matiz, ninguna línea,
ningún detalle atrajo la atención de sus ojos de milano, clavados como dos
ardientes llamas en el glorioso disco del sol. De súbito, un águila surgió del
valle y flotó en los aires, bañándose en la luz. El rey miró el ave, y en
seguida su mirada descendió a la campiña, donde un grupo de esclavos recibían,
inmóviles como ídolos, el beso del fúlgido luminar. Apartó los ojos, y por todas
partes vio esparcirse en torrentes inagotables aquel resplandor. En el espacio,
en la Tierra y en las aguas miríadas de seres vivientes saludaban la
esplendorosa antorcha en su marcha por el azul.
Durante un momento el rey permaneció inmóvil, contemplando al astro y,
vislumbrando por la primera vez, ante tal magnificencia, la mezquindad de su
gloria y lo efímero de su poder. Mas aquella sensación fue ahogada bien pronto
por una ola de infinito orgullo. ¡El, el rey de los reyes, el conquistador de
cien naciones, puesto en parangón y en el mismo nivel que el pájaro, el siervo y
el gusano!
Una sonrisa sarcástica se dibujó en su boca de esfinge, y sus ejércitos y flotas
cubriendo la Tierra, sus incontables tesoros, las ciudades magníficas desafiando
las nubes con sus almenados muros y soberbias torres, sus palacios y alcázares,
donde desde sus cimientos hasta la flecha de sus cúpulas no hay otros materiales
que oro, marfil y piedras preciosas, acuden en tropel a su memoria con un brillo
tal de poderío y grandeza que cierra los ojos deslumbrado. La visión de lo que
le rodea se empequeñece, el sol le parece una antorcha vil, digna apenas de
ocupar un sitio en un rincón de su regia alcoba. El delirio del orgullo lo posee.
El vértigo se apodera de él, su pecho se hincha, sus sienes laten y de sus ojos
brotan rayos tan intensos como los del astro hacia el que alarga la diestra,
queriendo asirle y detenerle en su carrera triunfal. Por un momento permanece
así, transfigurado, en un paroxismo de infinita soberbia, oyendo resonar aquella
voz que le hablara en sueños:
-Apoderaos de esa antorcha y todo lo que existe perecerá.
¿Qué son ante tal empresa sus hechos y los de sus antecesores en la noche
pavorosa de los tiempos? Menos que el olvido y que la nada. Y sin apartar sus
miradas del disco centelleante, invocó a Raa, el genio dominador de los espacios
y de los astros.
Obediente al conjuro, acudió el genio envuelto en una tempestuosa nube preñada
de rayos y de relámpagos, y dijo al rey con una voz semejante al redoble del
trueno:
-¿Qué me quieres, oh tú, a quien he ensalzado y puesto sobre todos los tronos de
la Tierra? Y el monarca contestó:
-Quiero ser dueño del sol y que él sea mi esclavo.
Calló Raa, y el rey dijo:
-¿Pido, tal vez, algo que está fuera del alcance de tu poder?
-No; pero para complacerte necesito el corazón del hombre más egoísta, el del
más fanático, el del más ignorante y vil, y el que guarde en sus fibras más odio
y más hiel.
-Hoy mismo lo tendrás -dijo el rey, y el denso nubarrón que cubría el alcázar se
desvaneció como nubécula de verano.
Después de una breve entrevista con el capitán de su guardia, el rey se dirigió
a la sala del trono, donde ya lo aguardaban de rodillas y con las frentes
inclinadas todos los magnates y grandes de su imperio. Colocado el monarca bajo
la púrpura del dosel, proclamó un heraldo que, bajo pena de la vida, los allí
presentes debían designar al rey al hombre más ignorante, al más fanático, al
más egoísta y vil y al que albergase más odio en su corazón.
Los favoritos, los dignatarios y los más nobles señores se miraron los unos a
los otros con recelosa desconfianza. ¡Qué magnífica oportunidad para deshacerse
de un rival! Mas, a pesar de que el heraldo repitió por tres veces su intimación,
todos guardaron un temeroso silencio.
El enano del rey, una horrible y monstruosa criatura, echado como un perro a los
pies de su amo, lanzó, al ver la consternación pintada en los semblantes, una
estridente carcajada, lo que le valió un puntapié del monarca que lo echó a
rodar por las gradas del trono hasta el sitio donde estaba el príncipe heredero,
quien lo rechazó, a su vez, del mismo modo, entre las risas de los cortesanos.
Por un instante se oyeron los rabiosos aullidos del infernal aborto hasta que,
de pronto, enderezando su desmedrada personilla, gritó con un acento que hizo
correr un escalofrío de miedo por los circunstantes:
-Si aseguras a mi cabeza su permanencia sobre los hombros, yo, ¡oh, excelso
príncipe!, te señalaré a esos que tus reales ojos desean conocer.
El rey hizo un signo de asentimiento y el repugnante engendro continuó:
-Nada más fácil que complacerte, ¡oh, rey! ¿Deseas saber cuál de tus vasallos
posee el corazón más vil? Pues no sólo te presentaré uno, sino toda una legión.
Y mostrando con la diestra a los favoritos que le escuchaban espantados,
prosiguió:
-¡Ved ahí a esos que sacó de la nada tu omnipotencia! En sus corazones de cieno
anidan todas las vilezas. La ingratitud y la envidia están tras la máscara
hipócrita de sus bajas adulaciones. En el fondo te odian. Son como las víboras;
se arrastran, pero saltan y muerden al menor desliz.
En seguida, volviéndose hacia el Sumo Sacerdote, y señalándolo junto con los
magos y los nigromantes, dijo:
-¡Ved ahí al más fanático y al más ignorante de tus súbditos! ¡Sus dogmas son
absurdos, falsa su ciencia, y su sabiduría, necedad!
Hizo una pequeña pausa y con la voz envenenada de odio prosiguió:
-El corazón más egoísta alienta dentro de tu pecho, ¡oh, rey! No conozco otro
que le iguale en dureza y en crueldad, salvo el del príncipe, tu primogénito. ¡El
pedernal es ante sus fibras una blanda y deleznable cera!
Calló un instante y luego, con voz ronca, profirió:
-Sólo me falta mostrarte dónde se halla el último. Ese es el mío -y, golpeándose
el pecho con fuerza, exclamó-: ¡Aquí está, oh, príncipe! Con odio y hiel fue
fabricado. Si pudiera desbordarse, os ahogaría a todos con el acíbar y ponzoña
de sus rencores. Anídanse en él más cólera que las que desataron, desatan y
fulminarán los cielos y los abismos del mar. Una sola gota del veneno que
encierra bastaría para exterminar todo lo que se mueve y alienta debajo del sol.
La voz silbante del enano vibraba aún en el vasto recinto, cuando el rey hizo
una imperceptible señal. Al instante se apartaron los amplios tapices y dieron
paso a una falange de guerreros que se precipitaron sobre los aterrados
favoritos, dignatarios y magnates y los pasaron a cuchillo en un abrir y cerrar
de ojos. Inmediatamente, después de decapitados, abríanles el pecho y les
arrancaban el corazón palpitante.
El joven príncipe, al ver aquella carnicería, de un salto se puso junto a su
padre, mas el monarca, alzando el pesado cetro de oro, lo descargó sobre la
desnuda y juvenil cabeza con la celeridad del relámpago. Apenas el cuerpo se
desplomó sobre las gradas, un esclavo le sacó el corazón.
El enano, al ver que un soldado avanzaba hacia él con el alfanje en alto, gritó:
-¡Oh, rey, has prometido...!
Y una voz, en la que vibraba un acento de ferocidad implacable, resonó en lo
alto del soberbio trono:
-¡Arrancadle, vivo, el corazón!
Han pasado dos días; el rey se encuentra en su cámara más hosco y torvo que
nunca, cuando de improviso se ve en forma de una serpiente de fuego la temerosa
aparición de Raa. El genio desenvuelve sus anillos de llamas y dice:
-Aquí tienes lo convenido. Esta malla, tejida con las fibras de los corazones
cuya esencia era el egoísmo y el odio, el fanatismo y la ignorancia, es
impenetrable a la luz. Los rayos del sol se romperán contra ella, sin que logren
atravesarla jamás. Aunque su volumen es tan pequeño que puede ocultarse en el
hueco de la mano, sus pliegues, distendidos, cubrirían toda la Tierra. Oye y
graba en tu memoria lo que has de hacer: subirás a la montaña que se alza sobre
el abismo y esperarás que el sol, al salir de su morada nocturna, roce la cresta
más alta para lanzarle la red mágica, cuyos pliegues lo envolverán
aprisionándolo como dentro de una coraza de diamante. Desde ese momento será tu
esclavo y podrás hacer de él lo que quieras.
Salió ocultamente de su palacio por un postigo que daba al campo, sin más
compañía que un cayado de pastor y la malla maravillosa. Tres días con sus
noches, el rey marchó hacia el oriente. La senda por donde caminaba subía
bordeando desfiladeros y barrancas insondables. El flanco de la negra montaña
era cada vez más empinado y más áspero. Pero ni el cansancio ni el frío ni la
sed ni el hambre le molestaban en lo más mínimo. El orgullo y la soberbia
avivaban en él sus hogueras y devoraban toda sensación de malestar físico. Ni
una sola vez volvió la cabeza para contemplar el camino recorrido.
Tres veces vio pasar el sol por encima de su cabeza. Cruzó sin detenerse,
irreverente, con la excelsa majestad de un dios. Lo asaeteó con sus rayos y
fundiendo las nieves desató, para que le salieran al paso con más ímpetu, los
torrentes. Aquel reto del astro exacerbó su furor y amenazando con la diestra al
flamígero viajero profirió:
-¡Oh, tú, ascua errante, fuego fatuo, que un soplo de Raa enciende y apaga cada
día, en breve te arrancaré las insolentes alas! ¡Aherrojado como un esclavo
yacerás eternamente tras los muros de oro de mis alcázares!
Y confortado con esta idea, venció los últimos obstáculos y se encontró por fin
en la cima más encumbrada de la inaccesible montaña, más arriba de las nubes y
de los nidos de las águilas.
En la cúpula sombría centellean calladamente los astros. La noche toca a su
término y un vago resplandor brota del abismo sin fondo. Poco a poco palidecen
las estrellas y un tenuísimo matiz de rosa se esparce en el oscuro azul del
cielo. De pronto un haz de rayos deslumbradores ciega los ojos del monarca. De
la negrura sin límites, abierta bajo sus pies, una esfera de oro en fusión surge
rauda hacia el espacio. A través de sus cerrados párpados entrevé la fulgurante
aureola y lanza por encima de ella la malla maravillosa. Como una antorcha que
se hunde en el agua, de súbito se apagó el resplandor. Las estrellas se
encendieron de nuevo y las sombras fugitivas y dispersas volvieron sobre sus
pasos y ocultaron otra vez la Tierra.
Después de atravesar las salas sumidas en las tinieblas, el rey se detuvo en la
más alta torre del palacio. El alcázar estaba desierto y debía de haber sido
teatro de alguna tremenda lucha, porque todo él estaba sembrado de cadáveres.
Los había en todas partes, en los jardines, en las habitaciones, en las
escaleras y en los sótanos. La desaparición del rey había encendido la guerra
civil y gran número de pretendientes se habían disputado la abandonada diadema.
Mas, la pavorosa ausencia del sol había bruscamente interrumpido la matanza.
Dentro de la alta torre el tiempo transcurre para el monarca insensiblemente.
Una deliciosa languidez lo invade. En el interior de la regia cámara, suspendido,
como una maravillosa lámpara, está el celeste prisionero. Por una rendija
imperceptible de su cárcel brota un intensísimo rayo de luz. Afuera una
oscuridad profunda envuelve los valles, las llanuras, las colinas y las montañas.
El cielo está negro como la tinta y cual enlutado túmulo lucen en él como
lágrimas los astros. Apoyado en la ventana ha asistido mudo e impasible a la
lenta agonía de todos los seres. Poco a poco han ido extinguiéndose los clamores
y los incendios, hasta que ni el más leve destello rasgó ya la lobreguez de la
noche eterna.
De pronto el rey se estremece. Ha sentido un malestar extraño, como si le
hubiesen atravesado el corazón con una aguja de hielo. Y desde ese instante su
plácida tranquilidad desaparece y la molesta sensación va aumentando por grados
hasta hacérsele intolerable. Siente dentro del pecho un frío intensísimo que
congela su carne y su sangre y, lleno de angustia, evoca de nuevo a Raa, el
genio dominador de los espacios y de los astros, quien contesta a sus súplicas
con ironía desalentadora:
-¿De qué te quejas? ¿Al suprimir la vida no has dejado al sentimiento que te
posee y es el móvil único de tus acciones sin otro refugio que tu corazón? Para
expulsarle sería menester que vibrase en las muertas fibras un átomo de piedad o
amor.
Apenas el genio lo hubo dejado, la desesperación se apoderó del monarca. Mas, de
súbito, rasgó sus vestiduras y expuso el pecho desnudo al rutilante rayo de luz.
Pero ni el más ligero alivio viene a confirmar su esperanza. Entonces clava sus
uñas en las carnes y se abre el pecho, dejando al descubierto su frígido corazón
al contacto del cual el haz luminoso se debilita y decrece con asombrosa rapidez.
Dijérase un caño de oro líquido cayendo en un tonel sin fondo, y que desmaya y
se adelgaza hasta convertirse en un hilo, en una hebra finísima. De pronto, como
una antorcha, como un fuego fatuo que se extingue, la última chispa brilla,
parpadea, desvaneciéndose en la oscuridad.
A pesar de que el sol ha cambiado de cárcel y lo lleva ahora en su corazón,
parécele que toda la nieve de las montañas se hubiese trasladado allí. Sube,
entonces, a la ventana y se precipita al vacío, en el cual, como si alas
invisibles le sostuviesen, desciende blandamente hasta que toca con sus pies la
tierra. La campiña está helada como un ventisquero, y envuelto en tinieblas
impenetrables, camina a la ventura con los brazos extendidos, huyendo como
medroso fantasma de la agonía del Universo.
Cuando las ciudades no fueron sino escombros humeantes y las selvas montones de
ceniza, cuando todo combustible se hubo agotado, los hombres cesaron de
disputarse un sitio en torno de las hogueras moribundas y se resignaron a morir.
Entonces, a la escasa luz de las estrellas, en la negra oscuridad que lo rodeaba,
buscáronse los unos a los otros, marchando a tientas con los brazos extendidos,
huyendo del silencio y de la soledad del planeta muerto. Y cuando sus manos
tropezábanse en las tinieblas, asíanse para no soltarse más. Aquel contacto
producía en sus yertos organismos una reacción inesperada. El débil calor que
cada uno conservaba, parecía multiplicar su potencia: deshelábase la sangre, el
corazón volvía a latir. Y esa cadena viviente aumentaba sin cesar por eslabones
innumerables, se extendía a través de los campos, por sobre las montañas, los
ríos y los mares helados. Mas, cuando esos cordones se soldaron, faltó un
eslabón para que una cadena sin fin enlazase todas las vidas, fundiéndolas en
una sola y única, invulnerable a la muerte.
De pronto el monarca sintió que el piso faltaba bajo sus pies. Agitó los brazos
buscando un punto de apoyo y dos manos estrecharon las suyas sosteniéndolo
amorosamente. Aquellas manos eran duras y ásperas, tal vez pertenecían a un
siervo o a un esclavo, y su primer impulso fue rechazarlas con horror; mas,
estaban tan yertas, tan heladas, había tanta ternura en su sencillo ademán, que
un sentimiento desconocido hizo que devolviera aquella presión. Sintió, entonces,
que penetraba en él un fluido misterioso, ante el cual el hielo de sus entrañas,
empezó a fundirse como la escarcha al beso del sol, desbordándose súbitamente de
su corazón, cual si se volcase el recipiente de un mar, el raudal flamígero cuyo
curso marcan en el infinito los ortos y los ocasos. Y por la cadena inmensa, a
través de las manos entrelazadas, pasó un estremecimiento, una cálida vibración
que abrasó todos los pechos, anegando las almas en un océano de luz. Disipáronse
en los espíritus las sombras, y el más allá, el arcano indescifrable salió del
caos de su negra noche. Y cada cual se penetró de que el incendio que ardía en
sus corazones irradiaba sus lenguas fulguradoras hacia lo alto, donde se
condensaban en un núcleo que fue creciendo y agitándose hasta estallar allá
arriba, encima de sus cabezas, en un torbellino deslumbrador. Y aquel foco
ardiente era el sol, pero un sol nuevo, sin manchas, de incomparable
magnificencia que, forjado y encendido por la comunión de las almas, saludaba
con la áurea pompa de sus resplandores a una nueva Humanidad.
Encuentro en...
Francisco Simón Rivas
Esa noche, mientras comía con mi hijo, lo sorprendí varias veces mirando con sigilo, a una muchacha más o menos de su edad que estaba en ese restorán, en una mesa a mi izquierda.
No le comenté nada. Era hermosa la niña y cuando se tienen doce o trece años, a veces se siente una gran culpa cuando se descubre la belleza en otro.
Me acuerdo que estaba comiendo un pato con salsa de limón y él una hamburguesa con papas fritas y sin embargo hablábamos de la inmortalidad.
No siembre hablamos de esas cosas. A veces no hablamos y cuando eso sucede es que realmente no es necesario hablar. También conversamos del rugby, de Garfield y también nos contamos películas. Pero esa tarde aunque ya era de noche, mi hijo no estaba muy concentrado. Es cierto que la inmortalidad no debe ser su máximo interés, a su edad se es inmortal sin dificultad, pero es que además y por momentos se le iban sus ojos y se quedaba silencioso mirando a la hermosa niña la que llevaba una melena de color castaño oscuro enmarcándole la cara y unos hermosos ojos negros.
Yo estaba recordando a Carlos, mi amigo desaparecido después del golpe de Estado y le decía lo diferente que todo habría sido si él aún estuviera vivo. Que hay hombres que cuesta sentirlos muertos, que muchas veces es imposible y que quizás estén vivos pero nosotros no lo sabemos.
Mi hijo me miraba, pero su atención más estaba en la muchacha, que junto a su madre cuchareaba una sopa con desgano.
También, esa noche, le conté las veces que había soñado con Jorge, que fue asesinado después de ser detenido en La Moneda y que cuando me despertaba, lúcido, tenía la inefable sensación de que estaba vivo de verdad.
. Y le decía que tal vez ellos eran parte de esos hombres que aún no han muerto. De esos hombres, algunos grandes y otros pequeños que han aprendido a sobrevivir no en el recuerdo de otros hombres, sino que gracias al recuerdo de otros hombres. Y que están tan vivos como nosotros.
-¿Tan vivos?- recuerdo que me preguntó mi hijo.
-Tan vivos- le respondí -que en cualquier momento podrían entrar por esa puerta y sentarse a comer en la mesa del lado.
Mi hijo pinchó una papa frita con el tenedor y se quedó mirándome.
. Sólo cuando veo televisión tengo esa idea- me dijo- porque es ahí donde uno ve, irremediablemente vivos, a personas que están irremediablemente muertas.
Yo le dije que algo de eso podía ser cierto. Pero él nuevamente se había desinteresado y yo tuve la certeza que con el tenedor levantado, le ofrecía una papa frita dorada, a la pequeña niña que no se convencía -yo la miraba de reojo- que tenía que terminar esa sopa aguachenta.
Que algo de eso podía ser cierto, porque yo tenía un amigo que estaba haciendo una investigación secreta y demasiado loca. Biedermann era siquiatra y amigo cercano. El también había querido entrañablemente a Jorge y estoy seguro que hasta hoy no está convencido de su muerte. Él me decía que en nuestro inconciente, un hombre cercano que ha muerto, no lo está realmente hasta que así lo soñemos. Ni él ni yo jamás hemos soñado a Jorge ni a Carlos ni a tantos otros, como estando muertos. Los sueño definitivamente vivos, dialogantes, vivo con ellos situaciones originales y recuerdo con ellos, en el sueño, episodios reales pero no recordados antes.
Biedermann había tenido acceso al archivo de películas y videos de uno de los canales de televisión de Santiago y había logrado copiar algunas películas y videos documentales o noticiarios de distintas épocas, anteriores incluso a la Segunda Guerra Mundial. Y me decía, casi seguro que había descubierto algo notable.
Yo le contaba esto a mi hijo que claramente había perdido el apetito. Media hamburguesa y un respetable montón de papas fritas habían quedado sobre el plato y además había rechazado el postre. Y tampoco seguía mi relato. Con la barbilla apoyada en sus manos y los codos sobre la mesa, ya miraba con desenfado a la chiquilla, que por fin había terminado la sopa y también le daba algunas miradas.
En dos o tres ocasiones Biedermann me había mostrado su trabajo. Los que estaban más próximos a convencerme, aunque tenía muchos otros, era uno sobre Humprhey Bogart y otro sobre Ernesto 'Ché' Guevara.
El primero se basaba en varias de las películas del actor, documentales, una película de Woody Alle n en que aparece una parte de Casablanca y un homenaje fílmico que le hicieron en Nueva York en 1962.
El trabajo sobre el 'Ché' Guevara se reducía a una sola filmación, una de las últimas que se le hicieron. Aquella en que el revolucionario cubano habla al plenario del encuentro de ministros del área económica de América Latina en Montevideo.
¿Quién es Humprhey Bogart?- me preguntó mi hijo con el vaso de Coca-Cola en la mano.
-Una especie -de cocodrilo Dundee más sofisticado y urbano, te contesté.
Mi hijo volvió a fijar la mirada en la muchacha. No sé si mi respuesta fue ilustrativa, pero indudablemente su interés estaba en la mesa de mi izquierda.
La madre de la chiquilla era joven, pero se veía algo marchita y tenía una mirada de desconsuelo que contrastaba con los ojos brillantes de la niña. Por un momento pensé en decirle a mi hijo que invitara a la niña a comer un postre con nosotros. Porque le había visto terminar su sopa y seguir con una taza de agua caliente y cáscara de naranjas. Pero ello habría ofendido el pudor de mi hijo y la dignidad de ellas.
Además, quizás la pequeña estaba enferma aunque no podía ver lo que había comido la madre.
Me tranquilicé con rapidez. Alguna poderosa razón que no podía ser la falta de dinero, las hacía ser tan frugales en ese sitio destinado al turismo.
En la película el Motín del Caine, una de sus últimas, creo, aparece un Bogart envejecido por la paranoia, más aún por el maquillaje, pero ni éste ni su trabajo como actor, regular en este caso, lo envejecían lo necesario para ocultar su verdadera edad. En Casablanca, Bogart es el Bogart que todos conocemos y recordamos. Sin embargo hay una diferencia entre el Bogart -para Biedermann significativa y notoria-, que aparece en la cinta de "El Motín" y de "Casablanca" que recordamos haber visto con la que él consiguió en la videoteca y con el que aparece en el trozo de Casablanca en esa película de Woody Allen. Y una mayor entre esta última y las imágenes mostradas en el homenaje de 1962 en Nueva York.
Aseguraba Biedermann y trataba de demostrarlo deteniendo la película en los cuadros necesarios, que no se trataba de afeites, maquillajes ni trucos, que simplemente Bogart iba envejeciendo. Que todas las películas reproducidas después de la muerte de Bogart, mostraban otro Bogart, más viejo. Estaba convencido que Bogart no había muerto en la fecha que se dijo y que sus películas ya filmadas de alguna manera recogían y reproducían su paulatino envejecimiento. Incluso en las imágenes de la película de 1962, en que Bogart es el Bogart de Casablanca. Postula Biedermann que Bogart pues, murió después de la fecha en la que su muerte se hizo pública, pero antes de 1962. Entonces, después de esta fecha ya no es posible tener argumentos para sustentar esta teoría. Pero sí en todas las anteriores, en la que en alguna parte Bogart estaba vivo y su vividad, palabra acuñada por Biedermann, modificaba, envejeciéndolo, su aspecto en las películas, ya que correspondía a la realidad del Bogart vivo.
Lo más extraordinario, continuaba Bíedermann, consistía quizás en otra cosa. Que el envejecimiento de aquellos que aún no han muerto, sólo era reflejada en los documentos fílmicos que sobre ellos existían. Porque en la vida real, clandestina y subrepticia que llevaban, conservaban el aspecto y la juventud del día mismo en el que habían muerto.
Y mostraba dos cuadros del público de la entrega de los Oscares de 1960, en California. Biedermann ampliaba al máximo con el zoom de sus equipos y señalaba un asistente al acto, con un dedo triunfal. El parecido con Bogart era innegable, con el Bogart de Casablanca, aunque tenía por fuerza que aparecer varios años mayor.
El otro era el del "Ché" Guevara. Nadie puede creer que el cadáver presentado por el ejército boliviano sea el del"Ché".
Mi hijo recuperó parcialmente el interés. El "Ché" Guevara era conocido para él. Pero seguía atento a la niña. Su madre había pedido la cuenta y pagaba con algunas monedas. La chiquilla se pasaba la mano por el pelo y se miraba en el vidrio de la ventana que reflejaba su imagen flotando en el agua oscura de la ribera.
Tenía Biedermann menos documentos para probar lo del "Ché" que lo de Bogart o de otros personajes. Pero por razones que no es necesario explicar me interesaron los del guerrillero argentino.
Mi hijo me interrumpió con su mano. Ellas se iban. La chiquilla había dejado la servilleta doblada con cuidado como si pronto la tuviera que volver a usar. Delicadamente, quizás con estudiada coquetería se levantó de la silla y siguió a su madre por el pasillo alfombrado. Al llegar a la puerta franqueada por columnas. doradas y retorcidas se dio vuelta. Una enorme tristeza iluminaba su hermoso rostro.
Durante cinco minutos quedamos en silencio. Mi hijo se tomó su café con sorbos cortos. No quise prometerle que podíamos salir a buscar a la niña al día siguiente. Al día siguiente ya nos íbamos y era seguro que no la volveríainos a ver.
-¿Acaso el 'Ché' está vivo?- me preguntó de repente.
-No lo sé, eso cree Biedermann.
Pero había una imagen impresionante y un hecho clarificador. Este hecho consistía en que era casi de público conocimiento que hombres de la inteligencia cuba-
na habían retirado, comprado o quitado de todas las filmotecas o videotecas públicas o privadas todas las filnlaciones en que aparecía el 'Ché". Excepto, por lo menos, la que Biedermann guardaba en su casa y que mostró una sola vez en 1979.
Era una película que no ha vuelto a pasar nunca más, ni siquiera para verla él. Ahí se veía al 'Ché' dirigiendo su famoso discurso en Montevideo. Por entonces Guevara no tenía cuarenta años; pero la imagen lo mostraba muy canoso, grueso, sin duda un hombre de más de cincuenta. -¿Cómo puede envejecer en la película, aunque no esté muerto?- Mi hijo miraba de vez en cuando hacia la puerta.
-La película recoge cuando ese hombre no ha muerto, su verdadero proceso de envejecimiento.
-¿Todos morirán de viejos?
-Eso no es posible saberlo
Hacía calor. Pagamos la cuenta y caminamos hasta el hotel. A mitad del camino nos sorprendió un chaparrón de agua fresca y cuando llegamos estábamos empapados.
Yo se que mi hijo durmió intranquilo. Se movió y habló en sus sueños, pero se levantó contento, con hambre y ganas de salir. Le había prometido llevarlo a un lugar muy especial antes de abandonar la ciudad. Tomamos un taxi temprano, después de dejar las maletas consignadas en la portería. El tren salía poco después del medio día.
Había una corta cola para pagar la entrada pero pronto estuvimos adentro y subimos la primera escala.
Entonces mi.hijo, cuando pasamos a la primera pieza, me detuvo tomándome por el codo. Estaba ligeramente pálido, pero sonreía.
-Es ella- me dijo.
Desde la pared, una fotografía de Ana Franck nos miraba.
Era ella.
Dejamos la casa de Ana después de recorrer sus tres pisos, recogimos las maletas del hotel donde nos habíamos alojado, observamos desde lejos cómo se rnecía en las aguas del mar del norte el restorán flotante donde habíamos comido y conocido a Ana y entramos en la estación para tomar el tren que nos llevaría a Bruselas.
En alguna parte, en algún puente o en alguna vereda junto a un canal, en el viejo Amsterdam, Ana Franck se despedía de nosotros.
Encuentro en Amsterdam.
La Leontina
Mauricio Wacquez
Para Carmen Abalos
- ¡VAYA A saer una, Virgen Santísima! ¿Pa qué me pregunta a mí? Lo vi leantarse temprano, peir el caallo y cortar p'al Sauce. Yo no lu haulo. ¿Después que le salió el machito y me ijo no sé cuántas porquerías? ¡Venga no más! Pero la señora lu atrincó, le ijo que no tenía por qué faltarme. Hasta que no me pía perdón me queo en las mías. Un amor debe tener, si crecen como la mala yerba. Una que le limpió la caca reciencito y ya lo ve jinete y enamorao. ¿Pa ónde corta? ¡sepa Dios! Ejante la señora ice que los curas lo mandaron retobao y que queó pegao en la mesma clase...
Y usté, ¿de qué se ríe?, ¿tengo monos en la cara? ¡Venaiga no más!, usté es el tapaera, si andan acolleraos a sol y a sombra ¿cómo no van a mandarlos de güelta pa la casa? La señora ice que son las malas juntas las que ponen flojo al niño. Lo más bien que cuando era chiquitito sabía portarse y cuidaba la ropa. Si hasta feo se está poniendo con esos pelos guachos en la cara...
Mi acuerdo qui una vez, ¡hace tiempo d'esto!, pilló al caballero con la cabeza caliente y de dos aguantas lo ejó coloriando. Vino pa que yo lo efendiera pero n'hubo caso; me lo quitaban de las manos, pataliaba, hast'a mi me llegaron algunos trinches.
Nu hay forma de aburrirse en esta casa. Entre las peleas d'ellos con el niño, una que tiene que estar en too y las empliás qui ahora no sirven pa ná. Ni porqui una las reta aprenden; se lo llevan pensando en el lacho, en la película, en ponerse esas mugres en la cara. Ya son tres las que la señora ha echao por hacerse muzarañas con el niño. ¡Chiquillo e moleera! Pero en justicia la culpa nu es d'el: la señora que lo malenseña; lo ejaba salir con los traajaores y aprendía cochinás. Ahora no sé qué cosas icen en el pueulo, ¡es tan haulaora la gente! Su mamá de usté, pué... ¡Virgen Santa!, no me vaya a castigar Dios.
Así son las cosas, Robertito. Una se mata traajando pa qu'el perla goce. Tamos en agosto y ya salió a vacaciones; él es el mejor puesto. Al principio lo ejaron encerrao en la galería. Se lo pasaba leyendo y aburrío. Pero a la semana lo pillé aguaitando la hora en qu'el caballero sale p'al campo pa correrse callaito. ¡Ejante vieja qu'está una y tapándole las espaldas! ¡No igo yo!; tanto vigilarlo, que no s'estruya, pa qui un día se güele como si ná.
Mi señora es recontra güena y el patrón, un caballero muy caballero. Si casi lo crié a él, ¡no le miento! Van a ser treinta años questoy en los Pintaos. Misiá Rosa, qu'en paz descanse, me trajo p'acá como patrona, dueñ'e casa que le icen.
Pero no se le dé ná, Robertito. Nu hay que creer lo que ic,e la gente. El niño es diaulo pero no malo. ¡Cómo va-ser cierto, Diosito santo! Su mamá di usté, pué... itá loca la gente! Yo sé qu'el niño hace diauluras, ¡me lo icen a mí que le miro la ropa!; pero diai a que sea cierto que lo ven salir de su casa di usté en la mañana, hay mucho trecho pué. El lunes eché a la Magda, la laandera, por andar corriendo esos cuentos. Decía qu'el niño y la mamá di usté pues Robertito, se encontraban en los potreros del Sauce, que los habían visto cómo qu'esta boca es mía. ¡Hábrase visto! Se jue tranquíando, me ¡jo no le ayan a manchar a su niño me ijo. Son puros cuentos de la gente envidiosa, no saen qué ecir. Too porque su mamá es viuda, si se deería irse pa Santiago más mejor. Hasta ahora no venía más que pa las vacaciones y este año se queó pegá. ¡Juerza qui haule la gente!, no tienen más entretención qui haular.
íNo se ponga así, mire! Usté lo conoce más que naiden. Yo creo que toa la custión se va acaar cuando manden al niño a Viñ'el Mar. Mientras tanto ¡paciencia! Ahora me tengo qu'ir pa dentro qui hay mucho traajo. Pase tamién si quiere, espérelo sentaíto en el liing.
París, Marzo 1968
Víspera de difuntos
Baldomero Lillo
Por la calleja triste y solitaria pasan ráfagas zumbadoras. El polvo se
arremolina y penetra en las habitaciones por los cristales rotos y a través de
los tableros de las puertas desvencijadas. El crepúsculo envuelve con su parda
penumbra tejados y muros y un ruido lejano, profundo, llena el espacio entre una
y otra racha: es la voz inconfundible del mar.
En la tiendecilla de pompas fúnebres, detrás del mostrador, con el rostro
apoyado en las palmas de las manos, la propietaria parece abstraída en hondas
meditaciones. Delante de ella, una mujer de negras ropas, con la cabeza cubierta
por el manto, habla con voz que resuena en el silencio con la tristeza
cadenciosa de una plegaria o una confesión.
Entre ambas hay algunas coronas y cruces de papel pintado.
La voz monótona murmura:
-...Después de mirarme un largo rato con aquellos ojos claros empañados ya por
la agonía, asiéndome de una mano se incorporó en el lecho, y me dijo con un
acento que no olvidaré nunca: “¡Prométeme que no la desampararás! ¡Júrame, por
la salvación de tu alma, que serás para ella como una madre, y que velarás por
su inocencia y por su suerte como lo haría yo misma!”
La abracé llorando, y le prometí y juré lo que quiso.
(Una ráfaga de viento sacude la ancha puerta, lanzan los goznes un chirrido
agudo y la voz plañidera continúa:)
-Cumplía apenas los doce años, era rubia, blanca, con ojos azules tan cándidos,
tan dulces, como los de la virgencita que tengo en el altar. Hacendosa,
diligente, adivinaba mis deseos. Nunca podía reprocharle cosa alguna y, sin
embargo, la maltrataba. De las palabras duras, poco a poco, insensiblemente,
pasé a los golpes, y un odio feroz contra ella y contra todo lo que provenía de
ella, se anidó en mi corazón.
Su humildad, su llanto, la tímida expresión de sus ojos tan resignada y
suplicante, me exasperaba. Fuera de mí, cogíala a veces por los cabellos y la
arrastraba por el cuarto, azotándola contra las paredes y contra los muebles
hasta quedarme sin aliento.
Y luego, cuando en silencio, con los ojos llorosos, veíala ir y venir colocando
en su sitio las sillas derribadas por el suelo, sentía el corazón como un puño.
Un no sé qué de angustia y de dolor, de ternura y de arrepentimiento subía de lo
más hondo de mi ser y formaba un nudo en mi garganta. Experimentaba entonces
unos deseos irresistibles de llorar a gritos, de pedirle perdón de rodillas, de
cogerla en mis brazos y comérmela a caricias.
(Unos pasos apresurados cruzan delante de la puerta. La narradora se volvió a
medias y su perfil agudo salió un instante de la sombra para eclipsarse en
seguida.)
-...La enfermedad -aquí la voz se hizo opaca y temblorosa- me postraba a veces
por muchos días en la cama. ¡Era de ver entonces sus cuidados para atenderme! ¡Con
qué amorosa solicitud ayudábame a cambiar de postura! Como una madre con su hijo,
rodeábame el cuello con sus delgados bracitos para que pudiese incorporarme.
Siempre silenciosa acudía a todo, iba a la compra, encendía el fuego, preparaba
el alimento. De noche, a un movimiento brusco, a un quejido que se me escapara,
ya estaba ella junto a mí, preguntándome con su vocecita de ángel:
-¿Me llamas, mamá; necesitas algo?
Rechazábala con suavidad, pero sin hablar. No quería que el eco de mi voz
delatase la emoción que me embargaba. Y ahí, en la oscuridad de esas largas
noches, sin sueño, asaltábame tenaz y torcedor el remordimiento. El perjurio
cometido, lo abominable de mi conducta, aparecíaseme en toda su horrenda
desnudez. Mordía las sábanas para ahogar los sollozos, invocaba a la muerta,
pedíale perdón y hacía protestas ardientes de enmienda, conminándome, en caso de
no cumplirlas, con las torturas eternas que Dios destina a los réprobos.
(La vendedora, sin cambiar de postura, oía sin desplegar los labios, con el
inmóvil rostro iluminado por la claridad tenue e indecisa del crepúsculo.)
-Mas la luz del alba -prosigue la enlutada- y la vista de aquella cara pálida,
cuyos ojos me miraban con timidez de perrillo castigado, daban al traste con
todos aquellos propósitos. ¡Cómo disimulas, hipócrita!, pensaba. ¡Te alegran mis
sufrimientos, lo adivino, lo leo en tus ojos! Y en vano trataba de resistir al
extraño y misterioso poder que me impelía a esos actos feroces de crueldad, que
una vez satisfechos me horrorizaban.
Parecíame ver en su solicitud, en su sumisión, en su humildad, un reproche mudo,
una perpetua censura. Y su silencio, sus pasos callados, su resignación para
recibir los golpes, sus ayes contenidos, sin una protesta, sin una rebelión,
antojábanseme otros tantos ultrajes que me encendían de ira hasta la locura.
-¡Cómo la odiaba entonces, Dios mío, cómo!
(En la tienda desierta las sombras invaden los rincones, borrando los contornos
de los objetos. La negra silueta de la mujer se agigantaba y su tono adquirió
lúgubres inflexiones.)
-Fue a entradas de invierno. Empezó a toser. En sus mejillas aparecieron dos
manchas rojas y sus ojos azules adquirieron un brillo extraño, febril. Veíala
tiritar de continuo y pensaba que era necesario cambiar sus ligeros vestidos por
otros más adecuados a la estación. Pero no lo hacía... y el tiempo era cada vez
más crudo... apenas se veía el sol.
(La narradora hizo una pausa, un gemido ahogado brotó de su garganta, y luego
continuó:)
-Hacía ya tiempo que había apagado la luz. El golpeteo de la lluvia y el bramido
del viento, que soplaba afuera huracanado, teníanme desvelada. En el lecho
abrigado y caliente, aquella música producíame una dulce voluptuosidad. De
pronto, el estallido de un acceso de tos me sacó de aquella somnolencia,
crispáronse mis nervios y aguardé ansiosa que el ruido insoportable cesara.
Mas, terminado un acceso, empezaba otro más violento y prolongado. Me refugié
bajo los cobertores, metí la cabeza debajo de la almohada; todo inútil. Aquella
tos, seca, vibrante, resonaba en mis oídos con un martilleo ensordecedor.
No pude resistir más y me senté en la cama y, con voz que la cólera debía de
hacer terrible, le grité:
-¡Calla, cállate, miserable!
Un rumor comprimido me contestó. Entendí que trataba de ahogar los accesos,
cubriéndose la boca con las manos y las ropas, pero la tos triunfaba siempre.
No supe cómo salté al suelo y cuando mis pies tropezaron con el jergón, me
incliné y busqué a tientas en la oscuridad aquella larga y dorada cabellera y,
asiéndola con ambas manos, tiré de ella con furia. Cuando estuvimos junto a la
puerta comprendió, sin duda, mi intento, porque por primera vez trató de hacer
resistencia y procurando desasirse clamó con indecible espanto:
-¡No, no, perdón, perdón!
Mas yo había descorrido el cerrojo... Una ráfaga de viento y agua penetró por el
hueco, y me azotó el rostro con violencia.
Aferrada a mis piernas, imploraba con desgarrador acento:
-¡No, no, mamá, mamá!
Reuní mis fuerzas y la lancé afuera y, cerrando en seguida, me volví al lecho
estremecida de terror.
(La propietaria escuchaba atenta y muda, y sus ojos se animaban, bajo el arco de
sus cejas, cuando la voz opaca y velada disminuía su diapasón.)
-Mucho tiempo permaneció junto a la puerta lanzando desesperados lamentos,
interrumpidos a cada instante por los accesos de tos. Me parecía, a veces,
percibir entre el ruido del viento y de la lluvia, que ahogaba sus gritos, el
temblor de sus miembros y el castañeteo de sus dientes.
Poco a poco sus voces de:
-¡Ábreme, mamá, mamacita; tengo miedo, mamá! -fueron debilitándose, hasta que,
por fin, cesaron por completo.
Yo pensé: se ha ido al cobertizo, al fondo del patio, único sitio donde podía
resguardarse de la lluvia, y la voz del remordimiento se alzó acusadora y
terrible en lo más hondo de la conciencia:
-¡La maldición de Dios -me gritaba- va a caer sobre ti...! ¡La estás matando...!
¡Levántate y ábrele...! ¡Aún es tiempo!
Cien veces intenté descender del lecho, pero una fuerza incontrastable me
retenía en él, atormentada y delirante.
¡Qué horrible noche, Dios mío!
(Algo como un sollozo convulsivo siguió a estas palabras. Hubo algunos segundos
de silencio y luego la voz más cansada, más doliente, prosiguió:)
Una gran claridad iluminaba la pieza cuando desperté. Me volví hacia la ventana
y vi a través de los cristales el cielo azul. La borrasca había pasado y el día
se mostraba esplendoroso, lleno de sol. Sentí el cuerpo adolorido, enervado por
la fatiga; la cabeza parecíame que pesaba sobre los hombros como una masa enorme.
Las ideas brotaban del cerebro torpes, como oscurecidas por una bruma. Trataba
de recordar algo, y no podía. De pronto, la vista del jergón vacío que estaba en
el rincón del cuarto, despejó mi memoria y me reveló de un golpe lo sucedido.
Sentí que algo opresor se anudaba a mi garganta y una idea horrible me perforó
el cerebro, como un hierro candente.
Y estremecida de espanto, sin poder contener el choque de mis dientes, más bien
me arrastré que anduve hacia la puerta; pero, cuando ponía la mano en el cerrojo,
un horror invencible me detuvo. De súbito mi cuerpo se dobló como un arco y tuve
la rápida visión de una caída. Cuando volví estaba tendida de espaldas en el
pavimento. Tenía los miembros magullados, el rostro y las manos llenos de sangre.
Me levanté y abrí... Falta de apoyo, se desplomó hacia adentro. Hecha un ovillo,
con las piernas encogidas, las manos cruzadas y la barba apoyada en el pecho,
parecía dormir. En la camisa veíanse grandes manchas rojas. La despojé de ella y
la puse desnuda sobre mi lecho. ¡Dios mío, más blanco que las sábanas, qué
miserable me pareció aquel cuerpecillo, qué descarnado: era sólo piel y huesos!
Cruzábanlo infinitas líneas y trazos oscuros. Demasiado sabía yo el origen de
aquellas huellas, ¡pero nunca imaginé que hubiera tantas!
Poco a poco fue reanimándose, hasta que, por fin, entreabrió los ojos y los fijó
en los míos. Por la expresión de la mirada y el movimiento de los labios,
adiviné que quería decirme algo. Me incliné hasta tocar su rostro y, después de
escuchar un rato, percibí un susurro casi imperceptible:
-¡La he visto! ¿Sabes? ¡Qué contenta estoy! ¡Ya no me abandonará más, nunca más!
(La ventolina parecía decrecer y el ruido del mar sonaba más claro y distinto,
entre los tardíos intervalos de las ráfagas.)
-Le tomó el pulso y la miró largamente (gime la voz).
Lo acompañé hasta el umbral y volví otra vez junto a ella. Las palabras
hemorragia... ha perdido mucha sangre... morirá antes de la noche, me sonaban en
los oídos como algo lejano, que no me interesaba en manera alguna. Ya no sentía
esa inquietud y angustia de todos los instantes. Experimentaba una gran
tranquilidad de ánimo. Todo ha acabado, me decía y pensé en los preparativos del
funeral. Abrí el baúl y extraje de su fondo la mortaja destinada para servirme a
mí misma. Y, sentándome a la cabecera, púseme inmediatamente a la tarea de
deshacer las costuras para disminuirla de tamaño.
Más blanca que un cirio, con los ojos cerrados, yacía de espaldas respirando
trabajosamente. Nunca, como entonces, me pareció más grande la semejanza. Los
mismos cabellos, el mismo óvalo del rostro y la misma boca pequeña, con la
contracción dolorosa en los labios. Va a reunirse con ella, pensé ¡Qué felices
son! Y convencida de que su sombra estaba ahí, a mi lado, junto a ella, proferí:
-¡He cumplido mi juramento, ahí la tienes, te la devuelvo como la recibí, pura,
sin mancha, santificada por el martirio!
Estallé en sollozos. Una desolación inmensa, una amargura sin límites llenó mi
alma. Entreví con espanto la soledad que me aguardaba. La locura se apoderó de
mí, me arranqué los cabellos, di gritos atroces, maldije del destino... De
súbito me calmé: me miraba. Cogí la mortaja y, con voz rencorosa de odio, díjele,
mientras se la ponía delante de los ojos:
-Mira, ¿qué te parece el vestido que te estoy haciendo? ¡Qué bien te sentará! ¡Y
qué confortable y abrigador es! ¡Cómo te calentará cuando estés debajo de tierra;
dentro de la fosa que ya está cavando para ti el enterrador!
Mas ella nada me contestaba. Asustada, sin duda, de ese horrible traje gris, se
había puesto de cara a la pared. En vano le grité:
-¡Ah! ¡Testaruda, te obstinas en no ver! Te abriré los ojos por la fuerza.
Y echándole la mortaja encima, la tomé de un brazo y la volví de un tirón:
estaba muerta.
(Afuera el viento sopla con brío. Un remolino de polvo penetra por la puerta,
invade la tienda, oscureciéndola casi por completo. Y apagada por el ruido de
las ráfagas, se oye aún por un instante resonar la voz:)
-Mañana es día de difuntos y, como siempre, su tumba ostentará las flores más
frescas y las más hermosas coronas.
En la tienda, las sombras lo envuelven todo. La propietaria, con el rostro en
las palmas de las manos, apoyada en el mostrador, como una sombra también,
permanece inmóvil. El viento zumba, sacude las coronas y modula una lúgubre
cantinela, que acompañan con su frufrú de cosas muertas los pétalos de tela y de
papel pintado:
-¡Mañana es día de difuntos!
El alma de la máquina
Baldomero Lillo
La silueta del maquinista con su traje de dril azul se destaca desde el amanecer
hasta la noche en lo alto de la plataforma de la máquina. Su turno es de doce
horas consecutivas. Los obreros que extraen de los ascensores los carros de
carbón míranlo con envidia no exenta de encono. Envidia, porque mientras ellos
abrasados por el sol en el verano y calados por las lluvias en el invierno
forcejean sin tregua desde el brocal del pique hasta la cancha de depósito,
empujando las pesadas vagonetas, él, bajo la techumbre de zinc no da un paso ni
gasta más energía que la indispensable para manejar la rienda de la máquina.
Y cuando, vaciado el mineral, los tumbadores corren y jadean con la vaga
esperanza de obtener algunos segundos de respiro, a la envidia se añade el
encono, viendo cómo el ascensor los aguarda ya con una nueva carga de repletas
carretillas, mientras el maquinista, desde lo alto de su puesto, parece decirles
con su severa mirada:
-¡Más a prisa, holgazanes, más a prisa!
Esta decepción que se repite en cada viaje, les hace pensar que si la tarea les
aniquila, culpa es de aquel que para abrumarles la fatiga no necesita sino
alargar y encoger el brazo.
Jamás podrán comprender que esa labor que les parece tan insignificante, es más
agobiadora que la del galeote atado a su banco. El maquinista, al asir con la
diestra el mango de acero del gobierno de la máquina, pasa instantáneamente a
formar parte del enorme y complicado organismo de hierro. Su ser pensante
conviértese en autómata. Su cerebro se paraliza. A la vista del cuadrante
pintado de blanco, donde se mueve la aguja indicadora, el presente, el pasado y
el porvenir son reemplazados por la idea fija. Sus nervios en tensión, su
pensamiento todo se reconcentra en las cifras que en el cuadrante representan
las vueltas de la gigantesca bobina que enrolla dieciséis metros de cable en
cada revolución.
Como las catorce vueltas necesarias para que el ascensor recorra su trayecto
vertical se efectúan en menos de veinte segundos, un segundo de distracción
significa una revolución más, y una revolución más, demasiado lo sabe el
maquinista, es: el ascensor estrellándose, arriba, contra las poleas; la bobina,
arrancada de su centro, precipitándose como un alud que nada detiene, mientras
los émbolos, locos, rompen las bielas y hacen saltar las tapas de los cilindros.
Todo esto puede ser la consecuencia de la más pequeña distracción de su parte,
de un segundo de olvido.
Por eso sus pupilas, su rostro, su pensamiento se inmovilizan. Nada ve, nada oye
de lo que pasa a su rededor, sino la aguja que gira y el martillo de señales que
golpea encima de su cabeza. Y esa atención no tiene tregua. Apenas asoma por el
brocal del pique uno de los ascensores, cuando un doble campanillazo le avisa
que, abajo, el otro espera ya con su carga completa. Estira el brazo, el vapor
empuja los émbolos y silba al escaparse por las empaquetaduras, la bobina
enrolla acelerada el hilo del metal y la aguja del cuadrante gira aproximándose
velozmente a la flecha de parada. Antes que la cruce, atrae hacia sí la manivela
y la máquina se detiene sin ruido, sin sacudidas, como un caballo blando de boca.
Y cuando aún vibra en la placa metálica el tañido de la última señal, el
martillo la hiere de nuevo con un golpe seco, estridente a la vez. A su mandato
imperioso el brazo del maquinista se alarga, los engranajes rechinan, los cables
oscilan y la bobina voltea con vertiginosa rapidez. Y las horas suceden a las
horas, el sol sube al cénit, desciende; la tarde llega, declina, y el crepúsculo,
surgiendo al ras del horizonte, alza y extiende cada vez más a prisa su penumbra
inmensa.
De pronto un silbido ensordecedor llena el espacio. Los tumbadores sueltan las
carretillas y se yerguen briosos. La tarea del día ha terminado. De las
distintas secciones anexas a la mina salen los obreros en confuso tropel. En su
prisa por abandonar los talleres se chocan y se estrujan, mas no se levanta una
voz de queja o de protesta: los rostros están radiantes.
Poco a poco el rumor de sus pasos sonoros se aleja y desvanece en la calzada
sumida en las sombras. La mina ha quedado desierta.
Sólo en el departamento de la máquina se distingue una confusa silueta humana.
Es el maquinista. Sentado en su alto sitial, con la diestra apoyada en la
manivela, permanece inmóvil en la semioscuridad que lo rodea. Al concluir la
tarea, cesando bruscamente la tensión de sus nervios, se ha desplomado en el
banco como una masa inerte.
Un proceso lento de reintegración al estado normal se opera en su cerebro
embotado. Recobra penosamente sus facultades anuladas, atrofiadas por doce horas
de obsesión, de idea fija. El autómata vuelve a ser otra vez una criatura de
carne y hueso que ve, que oye, que piensa, que sufre.
El enorme mecanismo yace paralizado. Sus miembros potentes, caldeados por el
movimiento, se enfrían produciendo leves chasquidos. Es el alma de la máquina
que se escapa por los poros del metal, para encender en las tinieblas que cubren
el alto sitial de hierro, las fulguraciones trágicas de una aurora toda roja
desde el orto hasta el cénit.
El pozo
Baldomero Lillo
Con los brazos arremangados y llevando sobre la cabeza un cubo lleno de agua,
Rosa atravesaba el espacio libre que había entre las habitaciones y el pequeño
huerto, cuya cerca de ramas y troncos secos se destacaba oscura, casi negra, en
el suelo arenoso de la capilla polvorienta.
El rostro moreno, asaz encendido, de la muchacha, tenía toda la frescura de los
dieciséis años y la suave y cálida colaboración de la fruta no tocada todavía.
En sus ojos verdes, sombreados por largas pestañas, había una expresión
desenfadada y picaresca, y su boca de labios rojos y sensuales mostraba al reír
dos hileras de dientes blancos que envidiaría una reina.
Aquella postura, con los brazos en alto, hacía resaltar en el busto opulento
ligeramente echado atrás y bajo el corpiño de burda tela, sus senos firmes,
redondos e incitantes. Al andar cimbrábanse el flexible talle y la ondulante
falda de percal azul que modelaba sus caderas de hembra bien conformada y fuerte.
Pronto se encontró delante de la puertecilla que daba acceso al cercado y
penetró en su interior. El huerto, muy pequeño, estaba plantado de hortalizas
cuyos cuadros mustios y marchitos empezó la joven a refrescar con el agua que
había traído. Vuelta de espalda hacia la entrada, introducía en el cubo puesto
en tierra, ambas manos, y lanzaba el líquido con fuerza delante de sí. Absorta
en esta operación no se dio cuenta de que un hombre, deslizándose sigilosamente
por el postigo abierto, avanzó hacia ella a paso de lobo, evitando todo rumor.
El recién llegado era un individuo muy joven cuyo rostro pálido, casi imberbe,
estaba iluminado por dos ojos oscuros llenos de fuego.
Un ligero bozo apuntaba en su labio superior, y el cabello negro y lacio que
caía sobre su frente oprimida y estrecha le daba un aspecto casi infantil.
Vestía una camiseta de rayas blancas y azules, pantalón gris, y calzaba
alpargata de cáñamo.
El leve roce de las hojas secas que tapizaban el suelo hizo volverse a la joven
rápidamente, y una expresión de sorpresa y de marcado disgusto se pintó en su
expresiva fisonomía.
El visitante se detuvo frente a un cuadro de coles y de lechugas que lo separaba
de la moza, y se quedó inmóvil, devorándola con la mirada.
La muchacha, con los ojos bajos y el ceño fruncido, callaba enjugando las manos
en los pliegues de su traje.
-Rosa -dijo el mozo con tono jovial y risueño, pero que acusaba una emoción mal
contenida-, qué a tiempo te volviste. ¡Vaya con el susto que te habría dado!
Y cambiando de acento con voz apasionada e insinuante prosiguió:
-Ahora que estamos solos me dirás qué es lo que te han dicho de mí; por qué no
me oyes y te escondes cuando quiero verte.
La interpelada permaneció silenciosa y su aire de contrariedad se acentuó. El
reclamo amoroso se hizo tierno y suplicante.
-Rosa -imploró la voz- ¿tendré tan mala suerte que desprecies este cariño, este
corazón que es más tuyo que mío? ¡Acuérdate que éramos novios, que me querías!
Con acento reconcentrado, sin levantar la vista del suelo, la moza respondió:
-¡Nunca te dije nada!
-Es cierto, pero tampoco te esquivabas cuando te hablaba de amor. Y el día que
te juré casarme contigo no me dijiste que no. Al contrario, te reías y con los
ojos me dabas el sí.
-Creí que lo decías por broma.
Una forzada sonrisa vagó por los labios del galán y en tono de doloroso reproche
contestó:
-¡Broma! ¡Mira! Aunque se rían de mí porque me caso a fardo cerrado, di una
palabra y ahora mismo voy a buscar al cura para que nos eche las bendiciones.
Rosa, cuya impaciencia y fastidio habían ido en aumento, por toda respuesta se
inclinó, tomó el balde y dio un paso hacia la puerta. El mozo se interpuso y con
tono sombrío y resuelto exclamó:
-¡No te irás de aquí mientras no me digas por qué has cambiado de ese modo!
-Nada tengo que decirte y si no me dejas paso, grito y llamo a mi madre.
Una oleada de sangre coloreó el pálido rostro del muchacho, un relámpago brotó
de sus ojos y con voz trémula por el dolor y por la cólera profirió:
-¡Ah, perra, ya sé quién es el que te ha puesto así; pero antes que se salga con
la suya, como hay Dios que le arrancaré la lengua y el alma!
Rosa, erguida delante de él, lo contemplaba hosca y huraña.
-Por última vez. ¿Quieres o no ser mi mujer?
-¡Nunca! -dijo con fiereza la joven-. ¡Primero muerta!
La mirada con que acompañó sus palabras fue tan despreciativa y había tal
expresión de desafío en sus verdes y luminosas pupilas, que el muchacho quedó un
instante como atontado, sin hallar qué responder; pero de improviso, ebrio de
despecho y de deseos, dio un salto hacia la moza, la cogió por la cintura y,
levantándola en el aire, la tumbó sobre la hojarasca.
Una lucha violentísima se entabló. La joven, robusta y vigorosa, opuso una
desesperada resistencia y sus dientes y sus uñas se clavaron con furor en la
mano que sofocaba sus gritos y le impedía demandar socorro.
Una aparición inesperada la salvó. Un segundo individuo estaba de pie en el
umbral de la puerta. El agresor se levantó de un brinco y con los puños cerrados
y la mirada centelleante aguardó al intruso que avanzó recto hacia él con el
rostro ceñudo y los ojos inyectados de sangre.
Rosa, con las mejillas encendidas, surcadas por lágrimas de fuego, reparaba
junto a la cerca el desorden de sus ropas. Las desgarraduras del corpiño dejaban
entrever tesoros de ocultas bellezas que su dueña empeñábase en poner a cubierto
con el pañolillo anudado al cuello, avergonzada y llorosa.
Entretanto, los dos hombres habían empeñado una lucha a muerte. La primera
embestida furibunda y rabiosa puso de manifiesto su vigor y destreza de
combatientes. El defensor de la muchacha, también muy joven, era un palmo más
alto que su antagonista. De anchas espaldas y fornido pecho era todo un buen
mozo, de ojos claros, rizado cabello y rubios bigotes. Silenciosos, sin más
armas que los puños, despidiendo bajo el arco de sus cejas contraídas relámpagos
de odio, se atacaban con extraordinario furor. El más bajo, de miembros delgados,
esquivaba con pasmosa agilidad los terribles puñetazos que le asestaba su
enemigo, devolviéndole golpe por golpe, firme y derecho sobre sus jarretes de
acero. La respiración estertorosa silbaba al pasar por entre los dientes
apretados que rechinaban de rabia cada vez que el puño del adversario alcanzaba
sus rostros congestionados y sudorosos.
Rosa, mientras arrancaba con sus dedos las hojas secas adheridas a las
negrísimas ondas de sus cabellos, seguía con los ojos llameantes las peripecias
de la refriega, que se prolongaba sin ventajas visibles para los campeones
enfurecidos, que delante de la moza redoblaban sus acometidas como fieras en
celo que se disputaran la posesión de la hembra que los excita y enamora.
Los cuadros de hortalizas eran pisoteados sin piedad y aquel destrozo arrancó
una mirada de desolación a los airados ojos de la joven. La ira que ardía en su
pecho se acrecentó, y en el instante en que su ofensor pasaba junto a ella
acosado por su formidable adversario, tuvo una súbita inspiración: se agachó y
cogiendo un puñado de arena se lo lanzó a la cara. El efecto fue instantáneo, el
que retrocedía se detuvo vacilante y en un segundo fue derribado en tierra donde
quedó sin movimiento, oprimido el pecho bajo la rodilla del vencedor.
Rosa lanzó una postrera mirada al grupo, y luego, sin preocuparse del cubo vacío,
se precipitó fuera del cercado y salvó a la carrera la distancia que la separaba
de sus habitaciones. Al llegar se volvió para mirar atrás y distinguió entre los
matorrales la figura de su salvador que se alejaba, mientras que por la parte
opuesta caminaba el vencido, apartándose apresuradamente del sitio de batalla.
La joven se deslizó por los corredores casi desiertos y después de pasar por
delante de una serie de puertas, se detuvo delante de una apenas entornada y,
empujándola suavemente, traspuso el umbral. Un gran fuego ardía en la chimenea y
en el centro del cuarto una mujer en cuclillas delante de una artesa de madera
se ocupaba de lavar algunas piezas de ropa. Las paredes blanqueadas y desnudas
acusaban la miseria. En el suelo y tirados por los rincones había desperdicios
que exhalaban un olor infecto. Una mesa y algunas sillas cojas componían todo el
mobiliario, y detrás de la puerta asomaba el pasamanos de una escalera que
conducía a una segunda habitación situada en los altos. La mujer de edad ya
madura, corpulenta, de rostro cubierto de pecas y de manchas, sin interrumpir su
tarea fijó en la moza una mirada escrutadora, exclamando de pronto con extrañeza:
-¿Qué tienes? ¿Qué te ha pasado?
Rosa, con tono compungido y lacrimoso, respondió:
-¡Ay, madre! El huerto está hecho pedazos. ¡Las coles, las lechugas, los rábanos,
todo lo han arrancado y pisoteado!
El semblante de la mujer se puso rojo como la púrpura.
-¡Ah! Condenada -gritó-, seguro que has dejado la puerta abierta y se ha entrado
la chancha del otro lado.
Púsose de pie blandiendo sus rollizos brazos arremangados por encima del codo y
se desató en improperios y amenazas.
-¡Bribona! Si ha sido así, apronta el cuero porque te lo voy a arrancar a tiras.
Y con las sayas levantadas se dirigió presurosa a comprobar el desastre.
La atmósfera estaba pesada y ardiente y el sol ascendía al cenit en un cielo
plomizo ligeramente brumoso. En la arena gris y movediza hundíanse los pies,
dejando un surco blanquecino. Rosa, que caminaba detrás de su madre lanzando a
todas partes miradas inquietas y escudriñadoras, distinguió después de un
instante, por encima de un pequeño matorral, la cabeza de alguien puesto en
acecho.
La joven sonrió. Acababa de reconocer en el que atisbaba a su defensor, quien,
viendo que la muchacha lo había descubierto, se incorporó un tanto y le envió
con la diestra un beso a través de la distancia. Brillaron los ojos de la moza y
sus mejillas de tiñeron de carmín, y a pesar de comprender que, dado el carácter
violento de su madre, le aguardaba tal vez una paliza, penetró alegre, casi
risueña en el malhadado huerto dentro del cual se alzaba un coro formidable de
gemidos, maldiciones y juramentos.
* * *
Rosa pertenecía a una familia de mineros. Hija única, ayudaba a su madre en los
quehaceres domésticos, mientras el padre, viejo barretero, luchaba
encarnizadamente debajo de la tierra para ganar el mísero salario que era el pan
de cada día. La muchacha, tosca y rústica, era toda una belleza. Nada inocente,
pues el medio no lo permitía, era sin embargo, una virtud arisca inaccesible
hasta entonces a las seducciones de los galanes que bebían los vientos por
aquella beldad de cuerpo sano, exuberante de vida con la gracia irresistible de
la mujer ya formada.
Entre los que más de cerca la asediaban distinguíanse dos mozos gallardos y
apuestos que eran la flor y nata de los tenorios de la mina. Ambos habían puesto
sitio en toda regla a la linda Rosa, que recibía sus apasionadas declaraciones
con risotadas, dengues y mohínes llenos de gracia y de malicia. Amigos desde la
infancia, aquel amor había enfriado sus relaciones, concluyendo por separarlos
completamente.
Durante algún tiempo, Remigio el carretillero, un moreno pálido, delgado y
esbelto, pareció haber inclinado a su favor el poquísimo interés que prestaba a
sus adoradores la desdeñosa muchacha. Pero aquello duró muy poco y el enamorado
mozo vio con amarga decepción que el barretero Valentín, su rubio rival, lo
desbancaba en el voluble corazón de la hermosa. Ésta que en un principio oía
sonriente sus apasionadas protestas, alentándolo a veces con una mirada
incendiaria, empezó de pronto a huir de él, a esquivar su presencia, y las pocas
ocasiones que lograba hablarla apenas podía arrancarle una que otra frase
evasiva, acompañada de un gesto de despego y de disgusto.
El desvío de la moza exaltó su pasión hasta lo infinito. Mordido por los celos,
desdobló sus esfuerzos para reconquistar el terreno perdido, estrellándose
contra el creciente desamor de la joven que cada día demostraba con señales
visibles su simpatía y preferencia por el otro. La rivalidad de ambos aumentó y
el odio anidado en sus corazones hizo de ellos dos enemigos irreconciliables.
Vigilándose mutuamente, echaban mano de todos los medios puestos a su alcance
para estorbar al contrario e impedirle que tomase alguna ventaja.
Como siempre y según la costumbre, el cerco puesto por los galanes a su hija no
inquietaba en lo más mínimo a los padres. Cediese o no al amoroso reclamo, era
asunto que sólo a ella le importaba.
Remigio, el desdeñado pretendiente, quiso un día tener con la joven una
explicación decisiva y salir, de una vez por todas, de la incertidumbre que lo
atormentaba, para lo cual decidió no ir una mañana a su trabajo en el fondo de
la cantera. Valentín, que tuvo conocimiento por un camarada de aquella novedad,
recelando el motivo que la ocasionaba resolvió quedarse para espiar los pasos de
su rival, lo que trajo por consecuencia el encuentro del huerto y el terrible
combate que se siguió.
Rosa, cuyo corazón dormía aún, había acogido con cierta coquetería las amorosas
insinuaciones de Remigio que fue el primero en requebrarla. Halagábala aquella
conquista que había despertado la envidia de muchas de sus compañeras; pero la
vehemencia de aquel amor y la mirada de esos ojos sombríos que se fijaban en los
suyos cargados de pasión y de deseos la hacían estremecer. El miedo al hombre,
al macho, aplacaba, entonces, los ardores nacientes de su carne produciéndole la
proximidad del mozo un instintivo sentimiento de repulsión.
Mas, cuando principió a cortejarla el otro, el rubio y apuesto Valentín, un
cambio brusco se operó en ella. Poníase encendida a la vista del joven, y si le
dirigía la palabra, la respuesta incisiva, vivaz y pronta con que dejaba parado
al más atrevido, no acudía a sus labios y después de balbucear uno que otro
monosílabo terminaba por escabullirse cortada y ruborosa.
La abierta y franca fisonomía del mozo, su carácter alegre y turbulento, la
atrajeron insensiblemente, y el amor escondido hasta entonces en el fondo de su
ser germinó vigoroso en aquella tierra virgen.
Después de la refriega de ese día la actitud de los dos rivales se modificó.
Mientras Valentín seguía cortejando abiertamente a la moza, Remigio se limitaba
a vigilarla a la distancia. Su pasión excitada por los celos y aguijoneada por
el despecho se había tornado en una hoguera voraz que lo consumía. Su exaltada
imaginación fraguaba los planes más descabellados para tomar venganza, pronta y
terrible, de la infiel, de la traidora.
Rosa, por su parte, entregada de lleno a su naciente amor no se cuidaba gran
cosa de su antiguo pretendiente. No le guardaba rencor y sólo sentía por él una
desdeñosa indiferencia.
Las cosas quedaron así por algún tiempo. El huerto había sido reparado y los
cuadros rehechos, pero nunca se descubrió a los autores del destrozo ni se supo
lo que allí había pasado.
Un día el padre de la muchacha tuvo una idea luminosa: Como el agua para el
riego había que acarrearla desde una gran distancia, resolvió abrir un pozo
junto al cercado. Comunicado el proyecto a su mujer y a su hija, éstas lo
aplaudieron calurosamente. No había grandes dificultades que vencer, pues el
terreno sobre el que se asentaba la pequeña población estaba formado por arena
negra y gruesa hasta una gran profundidad. A los cuatro metros de la superficie
brotaba el agua que se mantenía al mismo nivel en todas las estaciones. Quedó
acordado que el domingo siguiente se podría mano a la obra para lo cual
ofrecieron su concurso los amigos, contándose entre los más entusiastas a
Remigio y Valentín.
El día designado llegó y muy de mañana se empezaron los trabajos. La excavación
se hizo cerca de la puerta de entrada y al mediodía se habían profundizado dos
metros. La arena era extraída por medio de un gran balde de hierro atado a un
cordel que pasaba por una polea, sujeta a un travesaño de madera.
Los adversarios eran los más empeñosos en la tarea, pero evitando siempre todo
contacto. Mientras el uno estaba abajo llenado el balde, el otro estaba arriba
apartando la arena lejos de la abertura. En un momento en que Remigio permanecía
metido en el agujero, Valentín pretextando que tenía sed, tiró la pala y se
encaminó en derechura a la habitación de Rosa. La joven estaba sentada cosiendo
junto a la puerta.
-Vengo a pedirte un vaso de agua. Ando muerto de sed -díjole el obrero, con tono
alegre y malicioso.
Rosa se levantó en silencio, con los ojos brillantes y yendo hacia un rincón del
cuarto volvió con un vaso que Valentín cogió junto con la pequeña y morena mano
que lo sostenía.
La joven risueña y sonrojada profirió:
-¡Vayas, no la derrames!
Él la miraba sonriente, fascinándola con la mirada. Se bebió el agua de un sorbo
y luego, enjugándose los labios con la manga de la blusa, agregó, festivo y
zalamero:
-Rosa, si para verte fuera preciso tomarse cada minuto un vaso de agua, yo me
tragaría el mar.
La joven se rió mostrando su blanca dentadura.
-¡Y así tan salado!
-¡Así, y con pescados, barcos y todo!
Con una alegre carcajada saludó la moza la ocurrencia.
-¡Vaya, qué tragaderas!
Una voz preguntó desde arriba:
-Rosa, ¿quién está ahí?
-Es Valentín, madre.
Un ¡ah! indiferente pasó a través del techo y todo quedó en silencio.
Valentín había cogido a la moza por la cintura y la atrajo hacia sí. Ésta, con
las manos puestas en el amplio pecho del mozo, se resistía y murmuraba con voz
queda y suplicante:
-¡Vaya! ¡Déjeme!
Su combado seno henchíase como el oleaje en día de tormenta y el corazón le
golpeaba adentro con acelerado y vertiginoso martilleo.
El mozo enardecido le decía tiernamente:
-¡Rosa! ¡Vida mía! ¡Mi linda paloma!
La joven, vencida, fijaba en él una mirada desfalleciente, llena de promesas,
impregnada de pasión. La rigidez de sus brazos aflojábase poco a poco, y a
medida que sentía aproximarse aquel aliento que le abrasaba el rostro,
retrocedía, echando atrás la hermosa cabeza hasta que tocó la pared. Cerró
entonces los ojos, y el muchacho con la suya hambrienta recogió en la fresca
boca puesta a su alcance, las primicias de esos labios más encendidos que un
manojo de claveles y más dulces que el panal de miel que elabora en las frondas
la abeja silvestre.
Un paso pesado que hacía crujir la escalera hizo apartarse bruscamente a los
amantes. El obrero abandonó el cuarto diciendo en voz alta:
-¡Gracias, Rosa, hasta luego!
La joven agitada y trémula cogió de nuevo la aguja, pero su pulso estaba
tembloroso y se pinchaba a cada instante.
Valentín, mientras caminaba hacia el pozo, pensaba henchido de júbilo que el
triunfo final estaba próximo. Si la ocasión protectora de los amantes se
presentaba, la rústica belleza sería suya. Su experiencia de avezado galanteador
le daba de ello la certeza, y no pudo menos que lanzar a Remigio una mirada
triunfante cuando uno de los compañeros le dijo con sorna:
-¿Qué tal el agua, ¿apagaste la sed?
Retorciéndose el rubio bigote contestó sentenciosamente:
-Dios sabe más y averigua menos.
Al caer la tarde el pozo quedó terminado. Tenía cuatro metros de hondura y dos
de diámetro y del fondo el agua borbotaba lentamente. Los obreros se apartaron
de allí y se fueron a la sombra del corredor a preparar la armadura de madera
destinada a impedir el desmoronamiento de las frágiles paredes de la excavación.
Remigio se quedó un instante para arreglar un desperfecto de la polea y cuando
terminaba la compostura iba a seguir tras sus compañeros. La falda azul de Rosa
entrevista a través del ramaje de la cerca lo hizo mudar de determinación y
cogiéndose de la cuerda se deslizó dentro del agujero.
La joven, que no lo había visto, iba a coger algunas hortalizas para la merienda
y pensaba echar de paso una mirada a la obra y ver si ya el agua empezaba a
subir.
Remigio, de pie, arrimado a la húmeda muralla, aguardaba callado e inmóvil. Rosa
se acercó con precaución hasta el borde de la abertura y miró dentro. La
presencia del mozo la sorprendió, pero luego una picaresca sonrisa asomó a sus
labios. Alargó la mano, cogió la cuerda cuya extremidad estaba arriba atada a
una estaca, y de un brusco tirón hizo subir el balde hasta la polea y lo mantuvo
allí enrollado el resto del cordel en uno de los soportes del travesaño.
El obrero no trató de impedir aquella maniobra. Había alcanzado a percibir el
fugaz rostro de la joven cuando se inclinaba hacia abajo, y aquella broma le
pareció un síntoma favorable en su desairada situación. Alzó la vista y se quedó
esperando con impaciencia el resultado de la jugarreta.
De pronto oyó una exclamación ahogada y algo semejante al rumor de una lucha
vino a interrumpir el silencio de aquella muda escena. Enderezóse como si
hubiera visto una serpiente y aguzando el oído se puso a escuchar con toda su
alma. Una voz armoniosa, blanda como una queja, murmuraba frases entrecortadas y
suplicantes, y otra más grave y varonil le respondía con un murmullo apasionado
y ardiente. El ruido pareció alejarse en dirección del huerto, el postigo se
cerró con estrépito, las hojas secas crujieron como el lecho blando y muelle que
recibe su carga nocturna, y todo rumor se apagó.
Remigio se puso pálido como un muerto, crispáronse sus músculos y sus dientes
rechinaron de furor. Había reconocido la voz de Valentín y un acceso de cólera
salvaje se revolvió como un tigre dentro del pozo, golpeando con los puños las
húmedas paredes y dirigiendo hacia arriba miradas enloquecidas por la rabia y la
desesperación.
De improviso sintió que desgarraba sus carnes la hoja de un agudísimo puñal. Un
grito ligero, rápido como el aleteo de un pájaro, había cruzado encima de él.
Toda la sangre se le agolpó al corazón, empañáronse sus ojos y una roja
llamarada lo deslumbró…
Y mientras por la atmósfera cálida y sofocante resbalaba la acariciadora y
rítmica sinfonía de los ósculos fogosos e interminables, Remigio dentro del hoyo
sufría las torturas del infierno. Sus uñas se clavaban en su pecho hasta hacer
brotar la sangre y el pedazo de cielo azul que percibía desde abajo le recordaba
la visión de unos ojos claros, límpidos y profundos cuyas pupilas, húmedas por
las divinas embriagueces, reflejarían en ese instante la imagen de otros ojos
que no era la sombría y tenebrosa de los suyos.
Por fin los goznes de la puertecilla rechinaron y un cuchicheo rápido al que
siguió el chasquido de un beso hirió los oídos del prisionero, quien un instante
después sintió los pasos de alguien que se detenía al borde de la cavidad. Una
sombra se proyectó en el muro y una voz burlona profirió desde arriba una frase
irónica y sangrienta que era una injuria mortal.
Un rugido se escapó del pecho del Remigio, palideció densamente y sus ojos
fulgurantes midieron la distancia que lo separaba de su ofensor quien soltando
una risotada desató la cuerda y la dejó deslizarse por la polea.
El primer impulso del preso fue precipitarse fuera en persecución de su enemigo,
pero un súbito desfallecimiento se lo impidió. Repuesto en tanto iba a emprender
el ascenso cuando una ligera trepidación del suelo producida por un caballo que,
perseguido por un perro, pasaba al galope cerca de la abertura, hizo
desprenderse algunos trozos de las paredes y la arena subió hasta cerca de las
rodillas, sepultando el balde de hierro. El temor de perecer enterrado vivo sin
que pudiera saciar su rabiosa sed de venganza, le dio fuerza, y ágil como un
acróbata se remontó por la cuerda tirante y se encontró fuera de la excavación.
Una vez libre, se quedó un instante indeciso del rumbo que debía seguir. En
derredor de él la llanura se extendía monótona y desierta bajo el cielo de un
azul pálido que el sol teñía de oro en su fuga hacia el horizonte. El ambiente
era de fuego y la arena abrasaba como el rescoldo de una hornada inmensa. A un
centenar de pasos se alzaban las blancas habitaciones de los obreros rodeadas de
pequeños huertos protegidos por palizadas de ramas secas.
¡Qué suma de trabajo y de paciencia representaba cada uno de aquellos cercados!
La tierra, acarreada desde una gran distancia, era extendida en ligeras capas
sobre aquel suelo infecundo cual una materia preciosa cuya conservación
ocasionaba a veces disputas y riñas sangrientas.
Remigio, presa de una tristeza infinita, paseó una mirada por el paisaje y lo
encontró tétrico y sombrío. El caballo cuyo paso cerca del pozo había estado a
punto de producir un hundimiento, galopaba aún, allá lejos, levantando nubes de
polvo bajo sus cascos. Pero el recuerdo de las ofensas se sobrepuso muy pronto,
en el mozo, al abatimiento, y el aguijón de la venganza despertó en su alma
inculta y semibárbara las furias implacables de sus pasiones salvajes.
Ningún suplicio le parecía bastante para aquellos que se habían burlado tan
cruelmente de su amoroso deseo y se juró no perdonar medio alguno para obtener
la revancha. Y engolfado en esos pensamientos se encaminó con paso tardo hacia
las habitaciones. A pesar de que el amor se había trocado en odio, sentía un
deseo punzante de encontrarse con la joven para inquirir en su rostro, antes tan
amado, las huellas de las caricias del otro.
Muy luego atravesó el espacio vacío que había entre el pozo y los primeros
huertos. En ese día de fiesta, en medio de las mujeres y de los niños, los
hombres iban y venían por los corredores con el pantalón de paño sujeto por el
cinturón de cuero y la camiseta de algodón ceñida al busto amplio y fuerte. Por
todas partes se oían voces alegres, gritos y carcajadas, el ladrido de un perro
y el llanto desesperado de alguna criatura.
Frente al cuarto de Rosa, el padre de ésta y varios obreros trabajaban con
ahínco en la armadura de madera que debía sostener los muros de la excavación.
Remigio se detuvo en el ángulo de una cerca desde el cual podía ver lo que
pasaba en la habitación de la joven, quien delante de la puerta, con sus
torneados brazos desnudos hasta el codo, retorcía algunas piezas de ropa que iba
extrayendo de un balde puesto en el suelo. Valentín, apoyado en el dintel en una
apostura de conquistador, le dirigía frases que encontraban en la moza un eco
alegre y placentero. Su fresca risa atravesaba como un dardo el corazón de
Remigio, a quien la felicidad de la pareja no hacía sino aumentar la ira que
hervía en su pecho. En el rostro de la joven había un resplandor de dicha, y sus
húmedas pupilas tenían una expresión de languidez apasionada que acrecentaba su
brillo y su belleza.
Estrujada la última pieza de tela, Rosa cogió el balde y se dirigió a uno de los
cercados seguida de Valentín, que llevaba en la diestra un rollo de cordel. El
rubio mocetón ató las extremidades de la cuerda en las puntas salientes de dos
maderos ayudando en seguida a suspender de ella las prendas de vestir. Sin
adivinar que eran espiados, proseguían su amorosa plática al abrigo de las
miradas de los que estaban en el corredor, cuando Valentín percibió a veinte
pasos, pegada a la cerca, la figura amenazadora de su rival y queriendo hacerle
sentir todo el peso de la derrota y la plenitud de su triunfo, rodeó con el
brazo izquierdo el cuello de la joven y, echándole la cabeza atrás, la besó en
la boca. Después le habló al oído misteriosamente.
Remigio, que contemplaba la escena con mirada torva, vio a la moza volverse
hacia él con rapidez, mirarlo de alto abajo y soltar, en seguida, una
estrepitosa carcajada. Luego desasiéndose de los brazos que la retenían, echó a
correr acometida por una risa loca.
El ofendido mozo se quedó como enclavado en el sitio. Una llamarada le abrazó el
rostro y enrojeció hasta la raíz de los cabellos. Cegado por el coraje avanzó
algunos pasos tambaleándose como un ebrio.
En dirección al pozo caminaba Valentín cantando a voz en cuello una insultante
copla:
El tonto que se enamora
Es un tonto de remate:
Trabaja y calienta el agua
Para que otro se tome el mate.
Remigio con la mirada extraviada lo siguió. Sólo un pensamiento había en su
cerebro: matar y morir, y en el paroxismo de su cólera se sentía con fuerza para
acometer a un gigante.
Valentín se había detenido al borde de la excavación y tiraba de la cuerda para
hacer subir el balde, pero viendo que la arena que lo cubría hacía inútiles
esfuerzos, se deslizó al fondo para librarlo de aquel obstáculo. Remigio al
verlo desaparecer se detuvo un momento, desorientado, mas una siniestra sonrisa
asomó luego a sus labios y apretando el paso se acercó a la abertura y desató la
cuerda, la cual se escurrió por la polea y cayó dentro del hoyo. El obrero se
enderezó: su enemigo quedaba preso y no podría escapársele. ¿Mas cómo rematarlo?
Sus ojos que escudriñaban el suelo buscando un arma, una piedra, se detuvieron
en las huellas del caballo, despertándose en él de pronto un recuerdo, una idea
lejana. ¡Ah si pudiera lanzar diez, veinte caballos sobre aquel terreno movedizo!
Y a su espíritu sobreexcitado acudieron extrañas ideas de venganza, de torturas,
de suplicios atroces. De improviso se estremeció. Un pensamiento rápido como un
rayo habría atravesado su cerebro. A cincuenta metros de allí, tras uno de los
huertos, había una pequeña plazoleta donde un centenar de obreros se entretenían
en diversos juegos de azar: tirando los dados y echando las cartas. Oía
distintamente sus voces, sus gritos y carcajadas. Allí tenía lo que le hacía
falta y en algunos segundos ideó y maduró su plan.
El día declinaba, las sombras de los objetos se alargaban más y más hacia el
oriente cuando los jugadores vieron aparecer delante de ellos a Remigio que con
los brazos en alto en ademán de suprema consternación gritaba con voz estentórea:
-¡Se derrumba el pozo! ¡Se derrumba el pozo!
Los obreros se volvieron sorprendidos y los que estaban tumbados en el suelo se
pusieron de pie bruscamente como un resorte. Todos clavaron en el mozo sus ojos
azorados, pero ninguno se movía, Mas, cuando le oyeron repetir de nuevo:
-¡El pozo se ha derrumbado! ¡Valentín está dentro! -comprendieron, y aquella
avalancha humana, rápida como una tromba, se precipitó hacia la excavación.
Entretanto, Valentín, ignorante del peligro que corría, había extraído el balde,
el cual por no ser allí necesario le había sido reclamado por la madre de Rosa.
La caída de la cuerda no le causó sorpresa y la achacó al impotente despecho de
su rival cuyos pasos había sentido arriba, pero no se alarmó por ello porque de
un momento a otro vendrían a colocar la armadura de madera y quedaría libre de
su prisión. Mas, cuando oyó el lejano clamoreo y la frase “se derrumba el pozo”
llegó distintamente hacia él, el aletazo del miedo y la amenaza de un peligro
hizo encogérsele el corazón. El tropel llegaba como un alud. El obrero dirigió a
lo alto una mirada despavorida y vio con espanto desprenderse pedazos de las
paredes. La arena se deslizaba como un líquido negro y espeso que se amontonaba
en el fondo y subía a lo largo de sus piernas.
Dio un grito terrible. El suelo se conmovió súbitamente, y un haz de cabezas,
formando un círculo estrecho en torno de la abertura, se inclinó con avidez
hacia abajo.
Un alarido ronco se escapaba de la garganta de Valentín.
-Por Dios, hermanos, ¡sáquenme de aquí!
La arena le llegaba al pecho y, como el agua en un recipiente, seguía subiendo
con intermitencia, lenta y silenciosamente.
En derredor del pozo la muchedumbre aumentaba por instantes. Los obreros se
oprimían, se estrujaban, ansiosos por ver lo que pasaba abajo. Un vocerío
inmenso atronaba el aire. Oíanse las órdenes más contradictorias. Algunos pedían
cuerdas y otros gritaban
-¡No, no, traigan palas!
Habíase pasado debajo de los brazos de Valentín un cordel del cual los de arriba
tiraban con furia; pero, la arena no soltaba la presa, la retenía con tentáculos
invisibles que se adherían al cuerpo de la víctima y la sujetaban con su húmedo
y terrible abrazo.
Algunos obreros viejos habían hecho inútiles esfuerzos apara alejar a la ávida
multitud cuyas pisadas removiendo el suelo no harían sino precipitar la
catástrofe. El grito “el pozo se derrumba” había dejado vacías las habitaciones.
Hombres, mujeres y niños corrían desalados hacia aquel sitio coadyuvando así,
sin saberlo, al siniestro plan de Remigio, quien, con los brazos cruzados, feroz
y sombrío, contemplaba a la distancia el éxito de la estratagema.
Rosa pugnaba en vano por acercarse a la abertura. Sus penetrantes gritos de
angustia resonaban por encima del clamor general, pero nadie se cuidaba de su
desesperación y la barrera que le cerraba el camino se hacía a cada instante más
infranqueable y tenaz.
De pronto un movimiento se produjo en la turba. Una anciana desgreñada,
despavorida, hendió la masa viviente que se separaba silenciosa para darle paso.
Un gemido salía de su pecho:
-¡Mi hijo, hijo de mi alma!
Llegó al borde y sin vacilar se precipitó dentro del hoyo. Valentín clamó con
indecible terror:
-¡Madre, sáqueme de aquí!
Aquella marea implacable que subía lenta, sin detenerse, lo cubría ya hasta el
cuello, y de improviso, como si el peso que gravitaba encima hubiese sufrido un
aumento repentino, se produjo un nuevo desprendimiento y la lívida cabeza con
los cabellos erizados por el espanto desapareció, apagándose instantáneamente su
ronco grito de agonía. Pero, un momento después surgió de nuevo, los ojos fuera
de las órbitas y la abierta boca llena de arena.
La madre, escarbando rabiosamente aquella masa movediza, había logrado otra vez
poner en descubierto la amoratada faz de su hijo, y una lucha terrible se trabó
entonces en derredor de la rubia cabeza del agonizante. La anciana, puesta de
rodillas, con el auxilio de sus manos, de sus brazos y de su cuerpo, rechazaba,
lanzando alaridos de pavor y de locura, las arenosas ondas que subían, cuando el
último hundimiento tuvo lugar. La corteza sólida carcomida por debajo se rompió
en varios sitios. Los que estaban cerca de los bordes sintieron que el piso
cedía súbitamente bajo sus pies y rodaron en confuso montón dentro de la
hendidura. El pozo se había cegado, la arena cubría a la mujer hasta los hombres
y sobrepasaba más de un metro por encima de la cabeza de Valentín.
Cuando después de una hora de esforzada labor se extrajo el cadáver, el sol ya
había terminado su carrera, la llanura se poblaba de sombras y desde el
occidente un inmenso haz de rayos rojos, violetas y anaranjados, surgía debajo
del horizonte y se proyectaba en abanico hacia el cenit.
El vagabundo
Baldomero Lillo
En medio del ávido silencio del auditorio alzóse evocadora, grave y lenta, la
voz monótona del vagabundo: -...Me acuerdo como si fuera hoy; era un día así
como éste; el sol echaba chispas allá arriba y parecía que iba a pegar fuego a
los secos pastales y a los rastrojos. Yo y otros de mi edad nos habíamos quitado
las chaquetas y jugábamos a la rayuela debajo de la ramada. Mi madre, que andaba
atareadísima aquella mañana, me había gritado ya tres veces, desde la puerta de
la cocina: "¡Pascual, tráeme unas astillas secas para encender el horno!"
Yo, empecatado en el juego, le contestaba siguiendo con la vista el vuelo de los
tejos de cobre:
-Ya voy, madre, ya voy.
Pero el diablo me tenía agarrado y no iba, no iba... De repente, cuando con la
redondela en la mano ponía mis cinco sentidos para plantar un doble en la raya,
sentí en la espalda un golpe y un escozor como si me hubiesen arrimado a los
lomos un hierro ardiendo. Di un bufido y ciego de rabia, como la bestia que tira
una coz, solté un revés con todas mis fuerzas...
Oí un grito, una nube me pasó por la vista y vislumbré a mi madre, que sin
soltar el rebenque, se enderezaba en el suelo con la cara llena de sangre, al
mismo tiempo que me decía con una voz que me heló hasta la médula de los huesos:
-¡Maldito seas, hijo maldito!
Sentí que el mundo se me venía encima y caí redondo como si me hubiese partido
un rayo... Cuando volví tenía la mano izquierda, la mano sacrílega, pegada
debajo de la tetilla derecha.
Mientras los campesinos se estrechaban en torno del banco ansiosos de contemplar
de cerca el prodigio, el viejo habíase desabrochado la blusa y puesto al
descubierto el pecho hundido, descarnado, con la terrosa piel pegada a los
huesos. Y ahí, justamente debajo de la tetilla derecha, veíase la mano, una mano
pálida, con dedos largos y uñas descomunales adherida por la palma a esa parte
del cuerpo como si estuviese soldada o cosida con él.
Un murmullo temeroso partió del grupo y voces ahogadas profirieron:
-¡Pobrecito!
-¡Qué castigo, mi Dios!
-¡Qué ejemplo, Jesús bendito!
El vagabundo esperó que los murmullos y las exclamaciones se extinguiesen y
luego continuó:
-Una noche se me apareció, en sueños, Nuestro Señor, y me ordenó que me fuera
por el mundo para que mi castigo, confundiendo a los incrédulos, sirviese de
ejemplo a los malos hijos.
Los padres y las madres clavaron en los rostros confusos de sus juveniles
retoños una mirada que parecía decir:
-¿Han oído? ¡Esto es para ustedes! ¿Olvidarán la leccioncita?
El silencio tenía algo de religioso y de solemne cuando el viejo prosiguió:
-Honra a tu padre y a tu madre dice la ley de Dios, y yo les encarezco, mis
hijos, que nunca, jamás, desobedezcan a sus mayores. Sean siempre dóciles y
sumisos y alcanzarán la felicidad en este mundo y la gloria eterna en el otro.
-¡Amén! -dijeron muchas voces trémulas por la emoción.
La ramada bajo la cual se cobijaba el vagabundo era la prolongación de un pajizo
rancho, morada de uno de los más ancianos vaqueros del fundo. A cincuenta metros
estaba la carretera, a la que daba acceso una puerta de trancas cuyas varas,
corridas de un lado, descansaban por una de sus extremidades en el suelo,
dejando un paso estrecho que un caballo podía salvar con un pequeño salto. El
terreno sobre el cual se alzaba la choza, era llano y estaba cerrado por una
ligera empalizada de ramas secas. En lo alto el sol fulguraba intensamente
derramando sus blancos resplandores sobre los campos sumidos en el letargo de la
quietud y el sopor.
El mendigo, sentado en el banco junto al cual los campesinos van depositando en
silencio sus limosnas, murmura con trémula y cascada voz:
-¡Dios y la Santísima Virgen se lo paguen, hermano!
De pronto, en el camino, frente a la puerta de trancas, aparecen dos jinetes
magníficamente montados. Uno tras otro salvan el obstáculo y avanzan en
derechura hacia la ramada. Todas las lenguas enmudecen a la vista del patrón y
de su hijo que hablan, al parecer, acaloradamente.
Los labriegos se miran y se hacen guiños con aire malicioso. Están hartos de
aquellas escenas y cuchichean con maligna sonrisa:
-El viejo halló la horma de su zapato.
-La halló, la halló.
Cállanse de nuevo para oír las voces destempladas de los jinetes, que habiendo
refrenado sus cabalgaduras gesticulan con tono áspero de disputa.
Don Simón, el hacendado, es un hombre de sesenta años, alto, corpulento, de
mirada viva y penetrante. Lleva la barba afeitada y su cano y retorcido bigote,
que la cólera eriza, deja ver una boca de labios delgados, adusta e imperiosa.
Su historia es breve y concisa. Simple vaquero en su juventud, a fuerza de
paciencia y perseverancia alcanzó los empleos de capataz, mayordomo y, por
último, administrador de una magnífica hacienda. Muy hábil, trabajador
infatigable, hizo prosperar de tal modo los intereses del propietario que éste
lo hizo su socio dándole una crecida participación en las ganancias. A la muerte
de su bienhechor adquirió con sus economías un pequeño fundo en los alrededores,
fundo que ensanchó merced a compras sucesivas hasta hacer de él una propiedad
valiosísima. Viudo hacía mucho tiempo, sólo tenía aquel hijo. Contaba el mozo
veintidós años. De estatura mediana, bien conformado, poseía un semblante
expresivo, franco y abierto. Su carácter, como el de su padre, era muy irritable
y arrebatado, mas en su corazón había un gran fondo de bondad.
Los campesinos le querían entrañablemente y eran a menudo los encubridores y
cómplices de sus calaveradas. Ávido de placeres y de libertad y jinete
espléndido, era fanático por las carreras de caballo. Contábase el caso muy
reciente de haber regresado un día a casa, en ancas del caballejo de un
inquilino, sin poncho, sin faja y sin espuelas: todas esas prendas, incluso el
caballo y la montura, habíalas apostado y perdido en unas famosas carreras en
las Playas de la Marisma. Esta conducta del mozo, su ligereza, su ninguna
afección al trabajo y su rebeldía a los consejos paternales, exasperaban y
llenaban de amargura el corazón del hacendado. Todo lo había intentado para
enderezar aquel arbolillo que era carne de su carne y su único heredero para
quien había acumulado esa fortuna, cuya conservación imponíale a sus años tan
durísimas fatigas. En su afán de hacer de él un campesino, un hombre de trabajo,
un continuador de su obra, no quiso enviarle a la ciudad para recibir una
educación cualquiera. Desdeñaba, además, profundamente, esa sabiduría que
conceptuaba inútil, superflua y aun perjudicial. Con la lectura y la escritura y
un poco de aritmética y contabilidad había de sobra para abrirse camino en la
vida. Él no había pasado de allí y pocos podían vanagloriarse de haber alcanzado
una prosperidad como la suya. Consecuente con los principios que habían sido la
norma de toda su vida, todo su sistema de educación descansaba en la severidad y
el rigor. Este proceder le enajenó, poco a poco, el afecto de su hijo, quien
llegó a mirarle, a veces, como un enemigo a cuyo despotismo era lícito oponer la
astucia, la hipocresía y el engaño. Cuando el niño se hizo hombre, esta
oposición de caracteres se acentuó y cavó entre ellos un abismo. "Son el agua y
el aceite", decían los campesinos, y así era la verdad. Nada podía juntarles y
todo les separaba. Es un perdido, un vagabundo, decía el hacendado, cuya
infancia y juventud pasadas en la servidumbre y cuya vida ulterior, opresora y
cruel para los demás, habían endurecido de tal modo su corazón, que no podía
comprender la esencia de aquella naturaleza tan distinta de la suya. La aversión
del mozo por el trabajo continuado, su desapego por el dinero, su debilidad para
con los inferiores eran para don Simón otros tantos delitos imperdonables. Y
redoblaba las amonestaciones y las amenazas, sin obtener más que una sumisión
efímera que el anuncio de una fiesta, de unas carreras, echaba pronto a rodar.
Los jinetes habían puesto nuevamente sus caballos al paso y sus voces sonaban
claras y distintas en el silencio que reinaba en la ramada.
-Te digo que no irás...
-Padre, sólo voy a ver correr la yegua overa. En seguida me vuelvo... Se lo juro
a usted.
-Tú debías estar enterado, desde hace tiempo, que cuando ordeno alguna cosa, no
me vuelvo atrás. Déjate, pues, de majaderías. En la aparta de los novillos
podrás correr todo lo que te dé la gana.
Los inquilinos cuchichean en voz baja:
-¿Que hay carreras en la Marisma?
-Sí, la del mulato con la yegua overa. Don Isidrito está muy interesado porque
don Cucho le ha ofrecido la mitad de la apuesta si jinetea la potranca y gana la
carrera.
Padre e hijo se detienen delante de la vara donde están atados una veintena de
caballos y el hacendado, después de recorrer con una mirada aquellos rostros
cohibidos que se desvían temerosos, dijo al dueño del rancho, que se había
adelantado hacia él, sombrero en mano:
-Jerónimo, vas a ir con todos los que están aquí al potrero de la Aguada para
rodear los novillos y encerrarlos en el corral. Nosotros, y miró de soslayo a su
hijo, vamos a ir al cerco de los Pidenes y a la vuelta haremos la aparta de la
novillada de dos años. ¡Cuidado con corretearme demasiado las reses!
El labriego inclinó la cabeza y murmuró un quedo y humilde:
-Está bien, señor.
Un sonoro tintineo de espuelas siguió a la orden, y los campesinos empezaron a
desfilar unos tras otros por ambos lados de la ramada para ir a tomar sus
cabalgaduras.
De pronto, en el hueco que dejaran, el hacendado percibió al vagabundo inmóvil
sobre el banco, teniendo junto a sí el montoncillo de las limosnas. Clavó sobre
él una mirada furibunda y con voz vibrante profirió:
-¿Qué hace aquí este viejo pícaro?
Ninguna voz se alzó para responder. Don Simón paseó su fiera mirada
interrogadora por aquellas cabezas que se bajaban obstinadamente y prosiguió:
-¡Yo no sé qué gentes son ustedes! Siempre están llorando hambres y miserias,
pero en cuanto aparece por aquí uno de estos holgazanes, que los embauca con
cuentos absurdos, ya están desvalijando la casa para regalarlo y festejarlo como
si fuera un enviado del cielo.
Desde un rincón partió una vocecilla cascada:
-Pero, señor, ¿es un pecado, acaso, la caridad con los pobres?
-Es que esto no es caridad, es despilfarro, complicidad; así es como se fomenta
el vicio y la holgazanería...
Hablaba atropelladamente, con el rostro rojo de ira, y
volviéndose hacia el anciano inquilino, le dijo:
-A ver, Jerónimo, despégale la mano a ese farsante.
El interpelado alzó la cabeza y miró aterrorizado a don Simón. Era tan cómica la
expresión de aquella fisonomía desfigurada por el espanto, que el hacendado
estuvo a punto de soltar la risa. "Este idiota, pensó, cree que si hace lo que
le mando se abrirá la tierra para tragárselo".
No insistió en repetirle la orden y se dirigió a los demás:
-Ya que Jerónimo se ha tullido de repente y hasta ha perdido el habla, vaya uno
de ustedes: tú, Pedro; tú, Nicolás; tú, Lorenzo -y fue pronunciando así varios
nombres. Pero al parecer, a todos habíales ocurrido el mismo fenómeno, pues
ninguno se movió ni contestó.
Aquella resistencia produjo, más que cólera, asombro y admiración en el
hacendado. ¡Cómo! ¿Hasta ese extremo llegaba la ciega credulidad de esas gentes
que se atrevían a arrostrar su enojo antes que poner sus manos en el mentiroso
viejo? Y más que nunca se afirmó en su resolución de sacarlos de su engaño,
haciéndoles ver la falsedad de aquella historia ridícula.
Paseó una última mirada por aquellas cabezas que se abatían en silencio, hoscas
y hurañas, y ordenó imperioso:
-Isidro, apéate y desenmascara a ese bribón.
El mozo lo miró extrañado y balbuceó con un tono de viva repugnancia:
-Padre, téngale lástima, perdónelo por esta vez.
La cólera, amortiguada un instante, resurgió en el hacendado, furiosa:
-¿Tú, también tú?
El joven, desentendiéndose de este vibrante apostrofe, prosiguió suplicante:
-¡Déjelo usted, padre, es tan viejito! ¡No me obligue a cometer una mala acción!
-¿Qué es lo que llamas una mala acción? ¡Dilo, dilo pronto!
-Violentar a este viejito, padre, avergonzarlo descubriéndole sus carnes...
Además, no creo que por una inocente mentira...
-¡Inocente mentira, inocente mentira...? ¿A esta criminal superchería llamas
inocente mentira...? Lo que me parece a la verdad mentira es tener un hijo como
tú -vociferó frenético don Simón, y enarbolando la pesada chicotera, avanzó
resueltamente sobre el mozo.
Este, viendo en los ojos de su padre la intención manifiesta de agredirlo, se
desmontó prontamente y penetró bajo la ramada, decidido a cumplir la odiosa
orden con toda la blandura y suavidad posibles.
De pronto, aquella misma voz cascada y senil se alzó de nuevo en su rincón
sombrío:
-Padre nuestro que estás en los cielos...
Don Simón, que había recobrado en parte la serenidad, dijo con tono de zumba:
-¡Ah, le van a rezar las letanías por si muere en la operación! Pero, ¿le
perdonarán allá arriba?
La voz interrumpió el rezo para decir:
-Ya está perdonado.
Don Simón, muy divertido, preguntó:
-¿Cómo lo sabe usted, abuela?
-Porque ya está aquí el Anticristo que lo ha de crucificar.
El hacendado dio un respingo en la silla y vociferó a gritos:
-¡Vieja imbécil, piara de brutos! ¿Conque soy el Anticristo? ¿El Anticristo?
Y mientras repetía el ominoso epíteto, se revolvía en la montura buscando en
torno a alguien en quien descargar el peso de la ira que lo ahogaba. Pero no vio
sino rostros inclinados y ojos que miraban fijamente el suelo. Volvióse
nuevamente hacia el fondo de la ramada y exclamó:
-¡Isidro! ¿Hasta cuándo esperas? ¡Acabemos de una vez!
El vagabundo, que desde la llegada del patrón no había despegado los labios,
guardando una inmovilidad absoluta, cuando el mozo estuvo a su lado empezó a
gemir plañideramente:
-¡Don Isidrito, apiádese de este pobre viejo! Yo lo conozco a usted de mediano...,
no me maltrate. ¡Hágalo por la señorita, su mamá, esa santa que nos mira desde
el cielo! Yo he rezado mucho, muchísimo por ella y por usted. ¡Ay, mi amito, mi
niño Dios, por las llagas de Nuestro Señor, defiéndame de su padre, favorézcame
por amor de Dios!
En el corazón del joven aquellos clamores repercutieron dolorosamente.
Experimentaba por el viejo una profunda piedad. Quiso tentar un último esfuerzo
para aplacar la cólera de su padre, pero las últimas palabras de éste,
reiterándole el imperioso mandato, vencieron sus escrúpulos y resignado alargó
la mano hacia el pecho del vagabundo, quien sin dejar de gemir rechazó aquel
ademán con su huesuda diestra. Esto se repitió varias veces hasta que el mozo
cogió con la suya, robusta y poderosa, aquella mano obstinada y terca. El viejo,
con una fuerza increíble para sus años, trató de libertar su muñeca de aquellas
tenazas, se recogió como una araña y se deslizó al suelo, forcejeando con tal
desesperación, con tanta maña y destreza, que el mozo hubo de soltarle sin haber
logrado su intento. El joven, cuyos dientes estaban apretados, cambió de táctica.
Alargó los brazos y alzando al mendigo del suelo lo tendió de espalda sobre el
asiento. Pero aquel cuerpo decrépito, aquel brazo y aquellas piernas semejantes
a secos y quebradizos sarmientos, se agitaron con tales sacudidas que,
tumbándose el banco, ambos luchadores rodaron por el suelo con gran estruendo.
Se oyó una rabiosa blasfemia y un puño alzándose airado, cayó sobre la faz del
vagabundo, que se tornó roja bajo una oleada de sangre que brotó de su boca y de
su nariz, y manchó sus sucias greñas, sus bigotes y su barba.
Instantáneamente cesó el viejo de gemir y debatirse, y el mozo, desabrochándole
la blusa, desprendió de su sitio la famosa mano sin gran trabajo.
Don Simón se desmontó precipitadamente y acudió presuroso junto al mendigo,
diciendo a sus servidores:
-¡Vengan, vengan todos!
Al empezar la refriega, las mujeres habían huido hacia el interior del rancho
lanzando histéricos sollozos, y los campesinos, volviendo la espalda a la ramada,
mostrábanse atareadísimos recorriendo los arreos de sus cabalgaduras.
Mientras el hacendado se inclina sobre el vagabundo, que, extenuado por la lucha,
no hace el menor movimiento, el mozo, de pie, cejijunto y huraño, mira hacia la
carretera. En su combate con el viejo algo se ha roto y desvanecido en lo más
recóndito de su corazón. Basta mirarlo para conocer que no es el mismo. Si los
campesinos se hubiesen vuelto hacia él, de seguro que habrían visto que una
súbita y total transformación se había operado en el "Niño", como entre ellos lo
llamaban. Parecía haber envejecido de repente diez años y su mirada dura y
brillante y el desdeñoso pliegue de la boca demostraban que el padre había
recobrado su hijo, cegándose en sus almas el abismo que los separaba.
Entre ambos el viejo yacía de espalda con los ojos entornados; sus brazos
estaban extendidos a lo largo del cuerpo y en su pecho desnudo veíase un trozo
de piel descolorida. Era el sitio en que apoyaba durante tantos años la mano, la
sacrílega mano con que hiriera el rostro de aquella que le llevó en sus entrañas.
Don Simón examinó largamente aquel miembro, cuyo cutis delicado, casi blanco y
sus largas uñas lo llenaron de admiración. De repente se enderezó y preguntó
triunfalmente:
-¡Qué hay! ¿Te convenciste de que todo no era más que una mentira?
-Completamente, padre; tenía usted mucha razón.
El hacendado se quedó estupefacto, gozoso. No eran sólo las palabras sino el
tono en que fueron dichas lo que le sorprendía y llenaba de satisfacción. Aquel
acento enérgico no era ya del muchacho taimado y voluntarioso que tanto lo
hiciera sufrir, sino el de un hombre razonable que reconocía al fin sus errores
y enderezaba sus pasos por la senda del deber. ¡Admirable influencia de la
justicia y la verdad! Un ciego había abierto los ojos; faltaban los otros, ¿dónde
se habían metido?
Don Simón avanzó hacia la esquina de la ramada y rugió con amenazador acento:
-¡Aquí todos!
Los campesinos, que se habían echado sobre la hierba formando pequeños grupos,
se alzaron del suelo perezosamente, y viendo que el patrón los contemplaba de
hito en hito, echaron a andar hacia la ramada con una lentitud y una cachaza tan
desesperante, que el hacendado palideció de coraje ante aquella deliberada y
testaruda negligencia.
En ese momento resonó el galope de muchos caballos y una magnífica cabalgata
cruzó por la carretera. A través de la nube de polvo viéronse brillar un
instante los lujosos arreos de los jinetes y de los corceles.
Una voz viril y poderosa se elevó desde el camino:
-¡Isidro, te esperamos en la Marisma; esta tarde corre la yegua overa!
El mozo dijo resueltamente a espaldas de don Simón:
-Padre, yo no voy a la aparta.
El hacendado se volvió hosco con la mirada centelleante:
-¿Qué dices?
-Que tengo que ir allá... adonde le dije.
Don Simón alargó la diestra y cogiendo al joven por la abertura de la manta, lo zarandeó rudamente, aturdiéndolo con sus gritos:
-¡Que tienes que ir! ¿A dónde? ¿A las carreras...? Dilo de una vez. Repítelo.
Y la frase desafiadora, irreparable, salió de los labios trémulos del mozo:
-¡Voy adonde me da la gana!
Aún vibraban estas palabras cuando la diestra del hacendado cayó sobre la mejilla izquierda del rebelde, que trocó instantáneamente su palidez cadavérica en una escarlata vivísima...
Los campesinos que llegaban se detuvieron en seco. El hijo había enlazado al padre por la cintura y echándole diestramente la zancadilla lo tumbó en tierra boca arriba. Cayó el mozo encima, pero, alzándose presuroso, se precipitó sobre su caballo, un retinto magnífico, y se lanzó a toda rienda hacia la puerta de trancas.
El hacendado, de pie, la diestra en alto, los ojos inyectados de sangre, cárdena la convulsa faz, lanzó entonces, con acento de una sonoridad extraña, el fatal anatema:
-¡Maldito seas, hijo maldito!
Al oírlo el mozo hizo un movimiento en la montura como para mirar hacia atrás, y el nervioso bruto, desviado por aquella leve inclinación del jinete, saltó oblicuamente, yendo a chocar con sus patas delanteras en la vara superior.
Retembló la tierra con el golpe y una densa nube de polvo se elevó desde el camino frente a la puerta de trancas. Los labriegos saltaron sobre sus caballos y corrieron a escape en socorro del caído; pero, antes de que hubiesen recorrido la mitad de la distancia, el retinto, que se había alzado tembloroso sobre sus patas, lanzando un resoplido de espanto, emprendió una vertiginosa carrera por la calzada desierta. De la montura pendía algo informe como un pájaro cuyas alas abiertas fuesen azotando el suelo...
Voces espantadas resbalaron en el aire inmóvil:
-¡Santo Dios, se le enredó la espuela en el lazo!
Mientras los campesinos corren a rienda suelta tras el desbocado animal, que les lleva una larga delantera, don Simón, sentado en el suelo, da manotadas al aire queriendo coger algo invisible que gira a su derredor. De vez en cuando dice con tono de infantil alborozo, mientras entreabre su cerrada diestra con gran cuidado:
-¡Ven, Isidro, mira, ya lo atrapé!
Pero, en la mano nada hay, y, tendiéndose de espalda bajo la ramada, con los ojos entornados, quédase inmóvil, tratando de percibir el toque misterioso que ha cesado de repente. Una idea le obsesiona: ¡Cómo y cuándo se apagó en su corazón el tañido de aquel cascabel que, a pesar de su pequeñez, vibra tan poderosamente en los corazones inexpertos! De pronto todo se aclaró en su espíritu. El insidioso tañido se extinguió en su corazón el día en que empuñó en sus manos el látigo de capataz. Es verdad que sus voces eran ya muy débiles y apagadas, pues siempre resistió con entereza sus pérfidas insinuaciones encaminadas a apartarle de la soñada meta de la fortuna y del poder. Arrojado de allí, vengativo y malévolo, fue a buscar un albergue en el corazón de su mujer,
donde reinó como soberano absoluto. ¡Ah, cómo le hizo sufrir, a él, emancipado de toda sensiblería, aquella naturaleza débil, crédula y enfermiza! Muerta la esposa, el cascabel, obstinado y rencoroso, se anidó en el corazón de su hijo.
Encontró allí un terreno bien preparado para extender su diabólica influencia, influencia que se mantuviera en ese reducto propicio quizás hasta cuando si el mozo, desoyendo por primera vez el maligno repique, no hubiese castigado como se merecía al mendigo, descargando el puño sobre su hipócrita y mentirosa faz.
Libre quedó al instante del huésped maldito. Mas, a partir de ahí, perdíase su huella. ¿Dónde se había metido? Durante un momento los dientes del hacendado rechinaron furiosos ante su impotencia para descubrir el asilo del detestado enemigo. Hacía poco que le pareció oírle repicar burlonamente en torno de él, mas debió ser aquello una ilusión de sus sentidos. ¡Ah, si pudiera atraparle, si pudiera atraparle!
De repente se estremeció y entreabriendo lentamente sus cerrados párpados, vio inclinado sobre su rostro el pálido semblante del vagabundo. Apenas pudo reprimir un grito de victorioso júbilo: el cascabel estaba dentro del corazón del mendigo y repicaba con inusitado brío su perturbadora melopea. Si hubiese alguna duda sobre su presencia, allí estaban para desvanecerla los ojos húmedos del viejo que le miraban como jamás, nadie, le había mirado nunca. Mientras enderezaba su poderoso busto, su diestra se deslizó con disimulo bajo la faja que ceñía su cintura.
Algunas mujeres que habían penetrado bajo la ramada huyeron lanzando espantosos alaridos. En el suelo, tendido de espaldas, yacía el vagabundo con el pecho abierto, desangrándose por una horrible herida. A su lado, de rodillas, estaba el hacendado machacando sobre la piedra de moler la sangrienta entraña. Mientras esgrimía el trozo de granito destinado a triturar el grano, canturreaba apaciblemente:
-De balde chillas, cascabel del diablo..., te voy a reducir a polvo, a polvo impalpable que esparciré a los cuatro vientos...
Un galope precipitado resuena en la carretera. Precede a la cabalgata un jinete en un caballo blanco de espuma. Es Isidro, el hijo del hacendado. Rota la hebilla de la espuela se desprendió el mozo de la montura y rodó en el polvo que amortiguó considerablemente la violencia de la caída. Al trasponer la puerta de trancas un coro de voces femeninas se alzó clamoroso:
-Milagro, milagro, si es el niño, don Isidrito... ¡Alabado sea Dios!
Hoy Supe que Pamela Ha Muerto en el Brasil
Luis Dominguez
Hoy Supe que Pamela
Ha Muerto en el Brasil y no sé a quién se le murió, quién precisamente debe llorar por ella. Sé bien contra quienes la asesinaron, pero yo no me hago ilusiones: Pamela no es mi muerta; ya no sabía ni tan siquiera por qué fue a parar al Brasil. Días atrás, en O Pasquim, vi su nombre entre otros nombres. ¿Hay alguien que entienda de torturas, de torturas en el Brasil?
En mi departamento escuchó por primera vez Funeral do Lavrador. La vi en el concierto, en el Festival de Música Latinoamericana de Indiana University, Vestía una túnica negra y tocaba el violoncello con su cara larga y delgada casi sin expresión. La encontré tan delgada e indefensa, con el enorme violoncello entre las piernas que sentí una gran ternura por ella,. Fui a su camarín: "Quiero que me firme el programa; ponga su nombre aquí". Me ofrecí para llevarle el violoncello hasta el auto, un MG verde de sport: así ella pudo mantener las manos bajo la capa, protegidas de la nieve. Después estuve sacando la nieve de su auto, hasta que se me ocurrió invitarla a tomar un cognac.
Era medio inglesa medio italiana y no pesaba más de 4o Kg. Ninguna embajada reclamó por su detención. Debe haber llegado a tener los huesos de las rodillas más anchos que los muslos y los ojos oscuros muy grandes. Olía a Arpege, o -arpegio, y tenía los labios gruesos y los párpados a media asta. Su corte de pelo era Ape, medio largo y disparejo, como si en su cabeza se hubiese inventado ese corte. Con suéter rojo de cuello subido, falda escocesa verde y roja y calcetines verdes parecía venir huyendo, amenazada de muerte, a través del parque de una mansión de las afueras de Londres, en una película policial inglesa.
Cuando decidimos ir juntos a Saint Louis, supe que no le gustaban los supermercados, que le parecían cuadros frustrados de Andy Warhol. Llevó a Lancelot, su perro poodle, y un ejemplar de la poesía completa de Marianne Moore. Nos propusimos hacer un día el viaje en barco por el Mississippi hasta New Orleans: mirábamos la ciudad desde Gatewáy of the West; me pegaba a su cuello, a ese niño o algo de niño que tenía atrás, donde nacía el pelo, una finura olorosa, como fragilidad concentrada.
Pamela tenía labios gruesos y me sorprendía y fascinaba su palpitar en los labios. Se abrazaba a mí con piernas y manos hasta que descubrimos el amor de lado y yo quedé de lado entre sus piernas y ella como sentada en mí de lado. No sé si está bien que cuente esto, pero es que ella ,se enorgullecía de ser una buena amante, y de trabajar bien con los músculos de la vagina. Por eso ahora, Pamela torturada, me está trayendo el odio.
En las cartas me habló de Bernadette Devlin, la joven socialista de Irlanda; me envió algunos artículos -de Julius Lester, publicados en Vietnam Summer News, Cambridge, The Realist, The Guardian y otros periódicos de izquierda, pero yo hice más un mito musical de ellas que otra cosa: Pamela les ponía fondo o música incidental a las cartas, lo que resultaba original. Ahora comprendo lo que deseaba ella de mí. Nunca decía nada en la carta que respaldara los recortes agregados. Sólo al despedirse, en la última carta, incluyó un trozo de un poema de Julius Lester, copiado por su mano:
Podrá ser preciso matar para que la tierra pueda ser dada vuelta.
Podrá ser preciso morir para que la tierra pueda ser dada vuelta.
Podrá ser preciso abandonar mujer, marido, hijos, comodidades, todo, porque hacer la revolución exige todo del que ha sido revolucionado.
Y estar en revolución es dedicarse tanto, tan intensamente, tan profundamente, que cada segundo de cada día se llena con el dolor de ver lo que existe y el dolor de saber lo que no existe.
Por lo tanto, ser un revolucionario es dedicarse tanto, que uno quiere morir cumpliendo su deber revolucionario: hacer la revolución.
No volví a saber dónde se encontraba Pamela, hasta que vi su nombre entre otros nombres en O Pasquim.
¿Hay alguien que pueda informarme, qué sucede con las inyecciones de éter en la vagina? Ya sé que hay torturadores que gozan del orgasmo al aplicar esa tortura, pero ¿qué siente ella? ¿Qué sintió ella?
Hoy es 21 de junio, día de San Luis Gonzaga, y la nieve continúa cayendo aquí en Santiago. Yo me siento un poco mierda y estoy cantando bajito Funeral do Lavrador.
Esperando a Godot
José Leandro Urbina
a Roberto Parada
La balacera en el centro se ha intensificado en la última media hora. La radio ha comenzado a producir comunicados amenazadores. Dos aviones han pasado hacia el norte de la ciudad y de pronto vuelven en dirección contraria rugiendo sobre nuestras cabezas. El almacenero flaco grita impunemente que van a bombardear al hijo de perra. Unos obreros de la Cervecería lo miran en silencio. Yo estoy esperando a mi hermano que trabaja en el Ministerio de Obras Públicas. Mi mamá me mandó porque dice que el Chito es medio loco y se puede quedar afuera sin obedecer el toque de queda. Estoy en eso cuando a mi derecha, doblando la esquina, aparece caminando con cierta dificultad mi profesor de inglés. Yo no me aparecí por el colegio en los últimos dos días. El me reconoce, se acerca con sus ojos miopes y su cara pálida y me pregunta con severidad: "¿Qué hace parado aquí, Fernández?" "Esperando a Godot, señor", le digo en broma sabiendo que es su obra de teatro favorita. En aquel momento, con estruendo infernal, revientan las primeras bombas en La Moneda. Ante nosotros vemos alzarse dos grandes columnas de humo que escapan hacia el cielo. Mi profesor se afirma de mi brazo con su mano grande y me dice temblando: "No espere más, Fernández. Godot no viene hoy, mejor váyase a su casa".
Historia para una Ventana
Pía Barros
Hay que ir, rápido, pronto estará oscuro del todo y no podrá ver el acercamiento del cigarrillo y el color de la camisa limpia que trae puesta.
Empezó hace mucho, cuando se desvestía presurosa intentando no romper la secuencia lunes-viernes. Lo vio aunque fuese sábado y las monjas no estuvieran y sólo su padre y el resto de la familia continuaran esa alicaída y ritual sobremesa de campo en el verano. (¿Seguirá subiendo el dólar?. . . Ese cuento de los desaparecidos me tiene hasta la coronilla ... ). Lo vio desde lejos y se zambulló en las sábanas con el temor de que descubriera el recién estrenado sostén que se quitó bajo las ropas de la cama sin apartar los ojos de esas pupilas que se le adherían a través del vidrio.
Ha aprendido el lenguaje silencioso de sábado a domingo, verano a verano, quitándose las ropas lenta, (un verano hasta el sostén) y a espiar curiosa la reacción del muchachito que crece tras el cristal siempre manchado por las últimas lluvias.
Luego ha sido desnudarse por entero y quedar así, a merced del desconocimiento y el temor. Otro verano, adivinarse centímetro a centímetro la piel que le escuece al sentir que la observan y palparse con deleite la curva del seno ante la brasa de cigarrillo adolescente.
En el colegio acostumbraba sonreír sin motivo, lejana, con la sensación de que todo podría sospecharse y ya no le pertenecería. Deambulaba nuevas caricias, innovaba para llegar el sábado hasta los ojos que se acercaban cada vez más, porque ahora muchacho, brasa y cigarrillo se apoyaban sobre los palos de la verja. Ella descendía los dedos, paseaba sobre el borde del calzón y jugaba a inventarse, a ser cabalgada por esa tácita convención de silencio en la ventana.
Ha visto el pantalón tensarse una vez y esa ha sido la recompensa esperada cada sábado, lo soñado de lunes a viernes entre hábitos negros y pasos sigilosos, entre genuflexiones y cruces aterradoras a la cabecera de la cama.
Su yegua ha tratado de encontrarlo entre las espigas y ese vaho deformador del horizonte que ostenta enero como un símbolo. Siempre está lejos, rodeado de otros peones que pasean el trigo o encierran las vacas. En la distancia, sus ojos la retenían, la replegaban a su sitio tras la ventana y la oscuridad.
Silvia come poco y rápido. Espera luego en su cuarto las pisadas que harán crujir las ramas. Lo ve apoyarse, buscar en los bolsillos, encender un cigarro y ella entonces puede empezar a desnudarse, esta vez incluir el calzón, los dedos rozando el vello del pubis, los ojos aferrados al cristal esperando los pequeños movimientos de los músculos faciales que la harán detenerse, continuar o languidecer.
Un gesto nuevo la hizo tenderse en la cama, las piernas abiertas al cristal, los dedos temblorosos. . . Un asentimiento enérgico la obligó a explotarse por primera vez (monjas-cruces-internado-infierno), y ahora no importó. Un gemido débil se le escapaba y él, al otro lado, se llevó un dedo a los labios adivinando el error. Ella calló ante el mandato. Unas gotas minúsculas resbalaban por sus sienes. El la obligó a proseguir entre recuerdos de cruces delatoras y monjas devastadoramente negras. Lo vio y se vio estremecer en la retina negra a través de la ventana, con el pitillo colgando de los labios y las manos firmemente asidas a la cerca.
Mamá pregunta si ha pasado mala noche. No, es que como se acercan los exámenes. . . Sí, ya serás toda una señorita, hasta irás a la Universidad. . .
No había contado con eso. Un año fuera, sin la ventana, sin el cigarrillo, sin esa presencia que la retrocede al secreto de su fuerza. Papá dice que marzo se acerca y que tiene una sorpresa. . . Ella tiene ganas de gritarle que no se moverá de casa sin la ventana, porque ahora los días son augurios de la noche tibia y soñarse el peso de un cigarrillo que trae todo. . .
Los primos, su cumpleaños y reunidos en el living, con esa enervante costumbre de alargar la sobremesa aferrando hasta el último hálito de los invitados, porque todos serán el obligado comentario de los atardeceres en que no hay más que cerros y verde, hasta que algo los vuelva a atraer y se truequen los hechos por otros hechos, por otros " ¿Te acuerdas ... ?".
El primo Alberto la ha seguido hasta su cuarto y la sorprende desvistiéndose ante la ventana. Le besa los pechos y ella horrorizada abraza los ojos al cristal y la brasa que descienden poco en la comisura, sorprendida como ella, estática, vejada. . . Es el primo que recorre con los dedos el borde de su ropa interior y abre sus pantalones para mostrarle algo que la asusta y desconcierta... Lo aparta, porque él no es el muchacho del cigarrillo, "Se lo diré mañana a papá", "Total no importa, dice tu papá que tomarás el avión mañana en la noche, es una sorpresa que te hace falta, eres tan niña y no tienes mundo. . . se lo vas a agradecer después, cuatro años en Europa para estudiar. . .". Pero el primo Alberto es empujado hasta la puerta.
Aterrada, sin ventana, sin el cristal manchado de lluvias anteriores. . . Un nuevo cigarrillo se enciende tras el vidrio. Cuatro años es toda una vida, casi como nunca más...
Desnuda, sin el breve calzón, se recorre con urgencia. Los pezones le arden... Se acerca al cuadrado transparente y lo abre de par en par. El mira preguntando en la espera con los ojos y ella asiente. Entonces, con dos zancadas, brasa, cigarrillo y muchacho llegan hasta su piel.
De cerca tiene un vago olor a cebollas, ajo y sudor, pero no importa: cada detalle lleva años de suposiciones y atisbos de certeza.
El cubre su boca al penetrarla para ahogar el quejido.
Por la mañana, revolviendo con desgano la taza de café de su desayuno, dice:
-Papá, creo que deberías despedir a Juan Avellaneda... Lo sorprendí espiándome.
- ¿Estás segura?
(Aprieta los labios, quiere llorar... -Sí, estoy segura.
Mientras cierra las maletas mira el cigarrillo que se consumió y dejó su rastro de ceniza y surco negro en la madera de la mesita de noche.
Toma las maletas y sale.
La ventana la deja abierta.
viernes, 25 de abril de 2008
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